jueves, 16 de octubre de 2008

Más beneficios del nuevo voltaje

La subida del voltaje de la electricidad nos trajo otros adelantos que hicieron que nos sintiéramos en la era de los privilegiados. Les dijimos adiós a las planchas de hierro que se calentaban encima de la estufa y también a las “industriales” que funcionaban con carbón de encina en su interior y necesitaban un buen rato de ejercicio con el soplillo para encenderlo. Con aquellos mamotretos planchar se convertía en una tortura mientras que las nuevas planchas eléctricas que se calentaban solas como por arte de magia, eran lo más de lo más a pesar de que también pesaban lo suyo. Nos conformábamos con poco ¿verdad? Nada que ver con las actuales, con su calderín de vapor incorporado o adosado, que hacen que planchar sea fácil. Pero con todo y con eso, ahora hay quien defiende que la arruga es bella y no se le acerca a la plancha no vaya a ser que le muerda.

Otro de los cambios que nos hacía sentirnos como reyes fue el desterrar para siempre las palmatorias con velas de la mesita de noche, con sus correspondientes cajas de cerillas y las recomendaciones de rigor:

─No te olvides de apagar la vela no vayas a producir un incendio.

El tener una pequeña lámpara eléctrica en la mesita de noche era un lujazo que permitía leer un rato antes de dormir, cosa impensable hasta ese momento. Personalmente a mí, lo que más me gustó de la nueva “luz” fueron dos cosas: que en las calles pusieran cada 25 metros unos artilugios clavados en la pared de los que colgaban unas tulipas blancas con una bombilla y que en el portal de nuestra casa y en las escaleras, a partir de entonces también pusieran bombillas. Eso acabó con la oscuridad total de las calles y también hizo que el llegar a casa un poco tarde no se convirtiera en un calvario ya que la luz permitía ver si había algo o alguien en las escaleras o en el patio.En el invierno a las 6 de la tarde ya era de noche y yo tenía pánico de subir a oscuras. Me pasaba un rato gritando para que bajaran a buscarme, y al principio lo hacían, pero enseguida mi padre dijo que ese miedo era irracional y que se habían acabado las tonterías; si tenía miedo a la oscuridad eso se arreglaba con volver a casa antes de las 5. Hacer eso significaba robarle tiempo al juego y no sabía que era peor, así que decidí armarme de valor y subir las escaleras de tres en tres aunque más de una vez me diera de narices contra el suelo.

La verdad es que el miedo no era tan irracional como pensaba mi padre, al menos para mí. Un día, María y Mofi, dos vecinos de la planta baja un poco mayores que yo, me dijeron que fuese con ellos a la plaza que me iban a enseñar una cosa muy importante. Cuando llegamos me explicaron que en el escaparate de la tienda habían puesto «la pata de un muerto». Yo no me lo creí y me acerqué al escaparate a mirar. Y era verdad, allí había una pierna bastante larga y me entró pánico. Desde ese día, cuando yo volvía a casa, si mis vecinos me oían, uno de los dos salía al portal y me gritaba: ¡que te agarra la pata! Entonces salía disparada. El que en las escaleras y el patio hubiera luz me líbero totalmente del miedo a que la pata me persiguiera porque podía ver que no estaba allí y cuando se dieron cuenta de que ya no me asustaba tanto, dejaron de hacerlo. Sin embargo, seguí sin acercarme ni una vez a la tienda de la plaza.

El asunto acabó cuando un día mi madre me mandó a comprar unas agujas de tejer media a aquella tienda y le dije que no iba porque a esa tienda no me podía acercar para nada. Me castigó sin salir pero ni aún así consiguió que fuese. Debió pensar que habría hecho alguna zalagarda en la tienda y cuando llegó mi padre se lo comentó. Con él no servían las historias y me dijo que quería saber por que causa no podía ir a aquella tienda y tuve que contarle lo de la pata del muerto. Yo esperaba una buena regañina y un castigo que podía dejarme muchos días sin salir a jugar por haber ido a ver aquello sin su permiso, pero no pasó ni lo uno ni lo otro y lo raro fue que a los dos les entró un ataque de risa.
Al día siguiente mi padre me llevó a la tienda y le contó al dueño lo que yo le había dicho. El dueño sacó la «pata» del escaparate y llevaba puesta una media. Se la quitó para que viera que no tenía dedos, me hizo tocar para que comprobara que era de escayola y me explicó que solamente servía para que las mujeres viesen las medias de seda. Era ya una mujer hecha y derecha y cada vez que me veía se reía y me recordaba lo de la pata.

Si ahora le dices a un niño de 11 años que los maniquíes de un escaparate son muertos o vivos seguro que se parten de risa, pero para nosotros que habíamos visto siempre las tiendas casi vacías, cualquier cosa que se salía de lo nomal producía esas consecuencias. Con aquel ambiente tan alegre que nos rodeaba en el que siempre se hablaba de fusilamientos y muertes, por si no hubiese sido bastante, nuestro pueblo debido a la cantidad de hoteles-balnearios que había (y hay) con grandes salas de baño, se convirtió en hospital de guerra. Todos los niños habíamos escuchado en las conversaciones de los mayores, que mientras duró la guerra, en el pueblo a muchos soldados heridos les habían cortado los brazos o las piernas y que cuando oscurecía algunas personas del pueblo las llevaban a enterrar al cementerio. Con todos esos antecedentes y ante las explicaciones que escuchábamos del porqué de esos enterramientos no era tan descabellado ni extraño mi pánico

jueves, 9 de octubre de 2008

Hágase la luz, y la luz se hizo

¿Qué harían los niños de hoy si no hubiera televisión, consolas, teléfonos móviles y tantas cosas que para ellos, hoy son imprescindibles?
Pues nosotros vivimos sin casi nada toda nuestra infancia y parte de la adolescencia. En mi pueblo por no haber, no hubo ni aparatos de radio en las casas hasta el año 48. Bueno, la verdad es que el aparato estaba, lo que no había era electricidad para poder enchufarla y sin ella no funcionaba. Creo que fue en 1948 cuando se cambió de compañía eléctrica y en vez de tener la Hidroeléctrica del Mesa se hizo la acometida a la de Saltos unidos del Jalón. Con ella se acabaron las restricciones y la oscuridad. ¡Qué gozada poder tener bombillas de 100 W y poder enchufar aquel trasto que solo había sido un artilugio más para limpiarle el polvo cada día!

En mi casa la radio produjo un cambio en las costumbres. A las 2 daban “el parte” y era obligatorio escucharlo. Todas las emisoras de radio conectaban a esa hora con Radio Nacional de España, que era la que tenía el privilegio en exclusiva para decir a los españoles todo lo que pasaba, o todo lo que querían que supiéramos. En nuestra casa poníamos siempre Radio Zaragoza, emisora EAJ101. Recuerdo hasta la voz de la locutora diciendo:

─Aquí radio Zaragoza, emisora EAJ101 conectando con Radio Nacional de España para la edición de noticias de las 2.

Yo no entendía por qué había que escuchar aquellas tonterías, pero como estábamos comiendo, daba lo mismo. Lo malo era por las noches. A nosotros nos encantaba escuchar Radio Andorra con sus discos dedicados que nos traía canciones modernas que nunca antes habíamos escuchado como: la casita de papel, la vaca lechera, la ovejita lucera y un montón más, pero casi a la misma hora, algunos días a mi padre le apetecía escuchar “Radio España Independiente emitiendo desde los Pirineos”, y aquello eran más noticias, unas noticias que no sabía por qué las escuchaba poniendo el volumen tan bajo que tenía que poner la oreja pegada al altavoz de la radio. ¿Para qué tenía que poner más noticias? Pues para fastidiar, y además no debía ser bueno el escucharlas porque, precisamente a mí, cada noche me repetía la misma cantinela: «Ojo con decir que en casa se escucha esta emisora, que tú te lo aprendes todo y eres muy capaz de meter la pata, y si alguna vez lo haces se te acaba radio Andorra para siempre.

La luz y la radio hicieron que las veladas fuesen más largas. A media tarde se encendía un brasero que se ponía en la mesa camilla y duraba hasta las 11 y media, y en ese tiempo ganado al aburrimiento me hacía mis 8 dedos de las espaldas de los jerseys de todos, sin rechistar y sin protestar, porque con esa escusa no me mandaban a la cama como a mi hermano.

Pero la luz nos trajo más cosas. En el teatro del casino pusieron un telón blanco y los domingos de invierno ponían una película y su correspondiente NODO. La primera peli que vimos mi hermano y yo fue Blanca Nieves y los siete enanitos. Fue la única vez que hubo dos sesiones, a las 5 de la tarde y a las 7. Fuimos a la de las 5; como a las 7 era de noche vino a buscarnos mi abuelo Alfredo y le pedimos que nos dejara verla otra vez. Sacó entradas para los tres para ver que era aquello que nos había emocionado tanto. Creo que casi todos los críos hicimos lo mismo. Al que no lo entraron sus abuelos lo hicieron los padres. Fue todo un éxito a pesar de que en el cine hacía un frío que pelaba y teníamos que estar con el abrigo puesto.

Creo que a partir de ese día el señor del cine ya no trajo tantas películas que no pudiéramos ver nosotros porque si lo hacía tenía menos parroquianos, y también en Aragón “la pela es la pela”. Aunque eso les de risa a los niños de ahora, nosotros solo podíamos ir al cine dependiendo de la correspondiente calificación de la censura. Había películas que las podían ver todos, eran las APTAS, otras que eran para mayores de 14 años hasta 18, estaban las de mayores, las de mayores con "reparos", y las ALTAMENTE PELIGROSAS. La entrada de los pequeños se cumplía rigurosamente. Había vigilancia para que no entráramos los niños porque el empresario se la jugaba.

Ni que decir tiene que las que podíamos ver eran las de Tarzán, las de vaqueros, Mujercitas, las del Gordo y el Flaco y las de Cantinflas, pero aún con todo eso, en la cabina desde donde se proyectaba estaba el enviado del cura que vigilaba si en las escenas de besos, el que la proyectaba ponía un cartón delante y cuando eso sucedía se armaba un pataleo de narices y silbaban como locos los más mayores.

Ya veis, hemos pasado de la nada al todo. Creo que ni era bueno lo que pasaba entonces, ni tampoco es bueno lo que sucede ahora que todo está permitido.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Estudios frustrados y gastos extras

También mis estudios acabaron de forma rápida. Después de aprobar el ingreso de bachiller me matricularon de primero. En el pueblo había pocas posibilidades de hacerlo en la escuela nacional y había que hacerlo en las clases de Don Julián, pero pagando. Puedo asegurar que me dedicaba en cuerpo y alma a estudiar y hacer los deberes cada día porque en casa hacían un esfuerzo para hacer frente a las 40 pesetas que costaban las clases. Tuve que dejarlas por falta de dinero.

Desde septiembre a las vacaciones de Navidad, las cosas fueron bien. Mi padre decía que guardaría una parte de la paga extra para poder pagar el curso entero. Pero el hombre propone... y ya sabéis el resto. Mi madre se puso enferma de gripe, y algo que para los demás era fácil de superar, para ella fue el principio del fin. Una mañana apareció con la mitad derecha de todo el cuerpo paralizada y perdió hasta la facultad de hablar, y parte de la memoria, concretamente la que correspondía a la facultad de leer y escribir.

Llevarla al hospital de la Facultad de Medicina de Zaragoza lo mismo que habían hecho unos años antes, ya que era el único hospital que había cerca, tal y como estaba mi madre era imposible. Por eso, el médico del pueblo le pidió a mi padre que trajese a casa un cardiólogo porque aquello le sobre pasaba. Eso se llamaba traer «una consulta» y significaba que el cardiólogo cobraba su minuta, y la mitad de lo que él cobrara era lo se le tenía que pagar al médico del pueblo.

De esa forma se fueron los dineros de la paga extra de ese año y el resto de las pagas extras de los años sucesivos. Las consultas fueron constantes y los cambios de medicación eran el pan nuestro de cada día. Menos mal que el farmacéutico del pueblo era buena gente, y hubiera o no hubiera dinero en casa, a mi madre no le dejó de traer las medicinas que le recetaban, medicinas que mi padre le pagaba religiosamente en julio y en diciembre con las extras.

Con lo que ahora se critica a la Seguridad Social... ¡Cuánto hubiéramos tenido de paz y tranquilidad si hubiese existido entonces! Por no haber, no había ni ambulancias gratuitas para el traslado de enfermos graves y el peso de cualquier enfermedad era totalmente a cargo de la familia. En nuestra casa todavía quedaba el recurso de las pagas extras, pero otras familias que ganaban a la semana menos de 100 pesetas, sin ninguna duda lo pasaban peor y en los casos graves se moría la gente sin poder hacer nada para evitarlo.

Y si eso pasaba con los mayores, imaginad lo que pasaba con los niños. En un pueblo pequeño como el mío no era extraño que dos veces o más al mes, las campañas de la iglesia tocasen a gloria. Y... ¡menuda gloria! Tocaban a gloria porque había muerto un niño. La mortalidad infantil no era solamente porque no se había inventado la penicilina, era porque pagar un taxi hasta Calatayud y pagar a un pediatra era una cantidad de dinero que ni en sueños habían visto algunas familias. El consuelo que les quedaba era que iban derechitos al cielo. Ya veis que consuelo.

La tan ansiada Seguridad social no llegó hasta el 48. Además de ser las medicinas gratuitas habilitaron una clínica privada de Calatayud, la del Dr. del Río, como «Clínica de la Seguridad Social gratuita» y no había en ella más de 20 habitaciones para toda la comarca. A partir de entonces murió menos gente del llamado “cólico miserere” que no era otra cosa que una sencilla apendicitis.

Por esas fechas llegó a mi pueblo otro médico, que era el encargado de los asuntos de la S.S., Don Emiliano. También era uno de los que habían sido degradados por el franquismo por sus ideas políticas. Era otorrinolaringólogo y había hecho su especialidad, como decía muy claro el título que había en su casa, en la Universidad de la Sorbona de París. Al menos algo ganó el pueblo con su llegada.

Contra miserias como esas tuvimos que convivir los que tuvimos la desgracia de nacer en los años de la guerra, convivir y luchar, pero ya desde el principio. Os aseguro que ninguno de nosotros hemos olvidado nada.

lunes, 8 de septiembre de 2008

Perdonar y olvidar

Llevo muchos días sin escribir pero no ha sido por pereza. Han sucedido cosas que me han hecho pensar mucho, posiblemente demasiado. Esto tiene y no tiene nada que ver con mis recuerdos, pero ha alterado el orden de mis ideas.

El día 11 de este mes de agosto de 2008 falleció la mujer de mi padre, que era a la vez mi tía. Falleció en la residencia en la que estaba internada desde hacía 5 años, la Residencia Virgen de la Peña de Calatayud, regentada por las Hermanitas de los ancianos, que viendo lo que hay por ahí, es una residencia de 5 estrellas, no sólo por la limpieza que hay en ella sino también por la forma en la que están los ancianos de limpios y aseados. Desde aquí mi agradecimiento a esas abnegadas mujeres que hacen más llevaderos los últimos años de los ancianos y son una gran ayuda para las familias.

Y el pensar tanto en eso ha sido porque puede ser que llevada por los recuerdos del pasado, es posible que me haya portado no tan bien como debiera.

Se llamaba Juana. Nació después de fallecer mi abuela, su madre, a la que le practicaron una cesárea porque ella estaba viva. La niña nació totalmente amoratada y pasó los 9 primeros años de su vida en la Maternidad de Barcelona. Era la séptima hija del matrimonio y la mayor tenía en ese momento 15 años. Mi abuelo era guardia civil de fronteras y estaba en ese momento en la comandancia de Badalona, y pensó que allí la cuidarían mejor. Dos años más tarde falleció él y salvo las dos mayores, los demás fueron al colegio de huérfanos de la guardia civil hasta la mayoría de edad y ella estuvo en la maternidad hasta que se casó mi madre, que la llevó a nuestra casa.

Ahora lo pienso fríamente y creo que el que a mí no me quisiera ni de lejos como a mi hermano, debió ser porque cuando yo nací, ella había sido hasta ese momento la artista invitada y yo llegué a estropearlo todo. Mi madre tuvo unas fiebres puerperales que la destrozaron bastante porque estuvo más de 8 meses con ellas y, según decían los médicos, la hicieron enfermar del corazón. Por eso ella tuvo que ir algún tiempo a casa de una de las mayores y allí había dos niños más y no se fue muy contenta.

Pasado un tiempo, volvió a nuestra casa y de allí ya no se marchó nunca. Ella también estaba enferma del corazón con una tetralogía de fallot, y por eso mantenía el color amoratado con el que había nacido, el cual no desapareció hasta que en el año 74 un cardiólogo de Zaragoza, ante una crisis de su enfermedad, y a pesar de que no se había realizado esa operación en pacientes adultos por el gran riesgo de muerte, se decidió a hacerla como último recurso. Ni que decir tiene que la operación fue un éxito porque ha vivido hasta los 83 años.

Mi madre tenía una obsesión, me decía que yo tenía que saber llevar una casa para que el día que se muriese ella, Juana se marchase de nuestra casa. Lo que yo dijese al respecto no sirvió para nada porque a los dos años de morir mi madre mi padre y ella se casaron. La guerra contra mí arreció y no fue demasiado fácil para mí aguantar allí y me casé demasiado joven para salir de allí.

Después, al nacer mis hijos, aunque a mí seguía sin quererme, a ellos los quería con locura y eso me hizo olvidar cosas pasadas. Al venirnos a vivir a Barcelona mi padre decía que se iban a quedar muy solos, y al buscar la casa intenté que fuese lo bastante grande para que se vinieran con nosotros. No pudo ser. Al mes de estar con nosotros ya me había enfrentado con el resto de la familia de mi madre a saber con que historias. A pesar de eso, cada año a últimos de octubre íbamos a buscarlos y se marchaban cuando había pasado el invierno. Cuando mi padre murió en el año 88 yo seguí yendo a por ella en las mismas fechas, y seguramente en mi casa hubiera muerto si no hubiera hecho algo que a mi me dejó bien claro que nunca me querría, hiciese lo que hiciese.

La última vez que estuvo fue desde el 1 de noviembre del 2001 hasta abril del 2002. Veía poco por las cataratas y conseguí que la operaran en Zaragoza en marzo. Tuvimos que ir dos veces a Zaragoza para prepararla y cuando lo hicieron estuve en el hospital con ella una semana, porque al tomar anticoagulantes, había que estabilizarla. Cuando le dieron el alta mi esposo vino a buscarnos para volver a Barcelona porque yo pensaba que era pronto y ella se empeñó en ir al pueblo. Fuimos al pueblo contra viento y marea y allí me estuve con ella 10 días más hasta dejarla bien. No habría pasado ni un cuarto de hora desde que nos habíamos marchado, cuando llamó a mi hermano a Madrid a un teléfono que había cogido de mi agenda porque ella ni siquiera sabía dónde estaba, y le dijo que la había dejado sola y que no se encontraba bien. A Barcelona no se quiso venir, pero hizo que mi hermano la fuese a buscar porque estaba indefensa y se fue a Madrid. Y allí siguió más de lo mismo, criticándome a saber por qué contando mil y una historias y diciendo que antes de volver a mi casa, prefería ir a una residencia.

Pasó lo que tenía que pasar, que en cuanto se cansó de estar allí empezó a hacer lo mismo que había hecho siempre en mi casa cuando se cansaba de estar, pero además de eso le pilló manía a la niña de ellos porque cuando se iban sus padres era la encargada de que se tomase las medicinas y se las dejaban justas, ya que si las gobernaba ella no se acordaba de si las había tomado y las repetía. Un día se empeñó en que la niña le diera los tubos porque una cría no tenía por qué gobernarla a ella, y cuando llegó mi hermano, la niña estaba aterrorizada porque Juana llevaba un cuchillo y la amenazaba con que se iba a matar y ella sería la culpable. Mi hermano la llevó al pueblo y le dijo que nunca más le iba a hacer algo así y no volvería a su casa.

Yo estaba muy dolida y mi esposo, que el último año que ya no se encontraba bien, me dijo que si yo quería traerla de nuevo, él se marcharía a Zaragoza a casa de sus hermanas mientras ella estuviese en casa y la verdad es que yo estaba enfadada y mucho, y que mi esposo no se encontraba bien era cierto porque murió al año siguiente.

Fueron mis hijas mayores las que buscaron la residencia de Calatayud, y allí es donde ha muerto. Mis hijas decían que tenía demencia senil y era verdad porque cuando íbamos a verla poco a poco se apoderó de ella el alzheimer y no nos conocía y en los últimos tiempos ni hablaba. Cuando avisaron de que se encontraba mal, fuimos a verla todos. Daba auténtica pena, estaba como una pasa y se me cayó el alma al suelo al verla con una sonda en la nariz por la que a partir de ese día iba a alimentarse y le pedí a Dios de todo corazón que se la llevara para que no sufriese más.

Juana siempre decía que quería que la enterraran con mis padres y cuando lo decía yo pensaba que eso no lo iba a conseguir nunca, que la enterraríamos aparte. Y así hubiera sido sino hubiese sucedido algo cuando llamaron diciendo que estaba muy grave. Yo estaba en Lanzarote y no podía llegar tan rápido y en los primeros momentos estuvo con ella mi hija pequeña que era la más cercana. Al día siguiente desde Barcelona fue otra de mis hijas y fue con ella una amiga, Carmen, que todos hemos dicho que se parecía muchísimo a mi madre. A mis hijas ni las conocía, ni las había mirado, y sin embargo, miró a Carmen, y le agarró la mano y no se la soltó hasta que se quedó dormida. Eso me hizo pensar que seguramente al verla pensó que era mi madre y seguro que mentalmente se puso en paz con ella. Y si ella pidió perdón a mi madre y murió en paz, ¿quién soy yo para juzgar y no perdonar?
Los tres están enterrados juntos, si no hice bien, que mi madre me perdone.

domingo, 10 de agosto de 2008

Mis juegos en las tardes de verano

Durante los 15 primeros días de junio no había clases por las tardes y eso para otras chicas era una delicia, para Mª Jesús y para mi no tanto, porque nos tocaba ir a la vega a buscar hierba para los conejos y cardillos para la pastura del tocinillo y eso nos tenía entretenidas hasta las 5, así que daba lo mismo que no hubiera clases. Como se hacia de noche muy tarde y teníamos que volver a casa a las 9, cuando dejábamos la hierba en casa nos reuníamos con las demás que estaban en el lago. Allí nuestro juego preferido era esquivar al barquero y en cuanto se descuidaba nos metíamos al agua a chapotear. Aquello duró hasta que nos vio un día y fue a hablar con los padres porque, según él, se jugaba el puesto pues los «señoritos» le habían encargado que no dejara bañarse a nadie. Ya veis, señoritos que tenían más de 60 años. Por eso acabaron nuestros chapoteos.

En el parque no jugábamos porque había un chino ya mayor que llevaba barba y unos bigotes largos y estaba siempre paseando. Se pasaba en el balneario todo el verano y a Marisa le dijeron que estaba enfermo. Enfermo, muy delgado, chino. con barba y bigotes, tenía todas posibilidades de ser uno de los «tísicos», que eran los que bebían la sangre de los niños para curarse, así que en cuanto le veíamos salíamos corriendo lo más deprisa que podíamos.

Como al lago no podíamos ir, un día del mes de julio mi amiga Teresilla y yo, las que según todo el mundo éramos las más malas de todo el pueblo, fuimos a investigar si en el «pozo de la estaca» del río nos podíamos bañar. Metimos una caña para ver si era muy profundo y nos pareció que estaba bien. Ella vivía en la calle Lanuza, muy cerca del pozo, así que llevé a su casa el bañador para que me lo guardara porque si me veían cada día salir con él se iban a enterar. Mi madre estaba bastante enferma ese año y no estaba tan pendiente de mí así que desde las dos y media a las cinco me mandaba a dormir la siesta. Ella también dormía, o al menos descansaba, y entonces era el momento para irme al río. Como si hubiera abierto la puerta mi tía Juana hubiera salido corriendo a decirme que a dormir, lo que hacía era descolgarme a la calle desde el balcón de mi cuarto por la cuerda de la persiana. Entonces me iba a casa de mi amiga, me ponía el bañador y nos íbamos al río.

Lo del río se acabó por otro chivatazo. Un día, las panaderas que vivían enfrente de mi casa le dijeron a mi padre que avisara en la fábrica de que iría un poco más tarde, que lo invitaban a un café riquísimo y podría ver algo que le interesaba mucho, y mi padre, aunque sólo fuera por el café, fue a su casa. Se tomó el café y les preguntó por aquello tan importante que le iban a enseñar y le dijeron que tuviera un poco de paciencia y vería unos ejercicios de circo que iban a empezar enseguida. Aquel día no llegué a poner los pies en el suelo. Me agarro mi padre cuando ya casi estaba, y de las zurras que me dio no me pude sentar en dos días. Me enteré de lo del café de las chivatas y de los ejercicios de circo cuando mi padre se lo contaba a mi madre y a mis abuelos. Y los baños en el río se acabaron de golpe y también las siestas. Mi madre como castigo me dijo que se había acabado lo de salir a hacer la cabra, y desde las 3 hasta las 8 tuve que ir al taller de Nena para aprender a coser, y no fue sólo ese verano, también los siguientes hasta que Nena se fue a vivir a Barcelona, o sea, desde los 10 a los 14 años. Estaba hasta las narices de pasar hilos flojos, sobrehilar, hilvanar y hacer dobladillos, y cuando no había nada que pudiera hacer yo, Nena me daba la «ojalera», un trapo doblado en el que me cortaba ojales kilométricos que yo tenía que hacer hasta que me salieran perfectos, o el trapo de hacer flores de cruceta. A las 8 menos cuarto tenía que barrer el taller y recoger los alfileres. De esa forma se acabaron para mí los juegos de las tardes de verano.

Se que entonces me llenó de rabia y me pareció un castigo desmesurado, pero el verano del año 50 ya me hice un vestido y una falda plisada para las fiestas, y mi madre se sintió orgullosa de mí. Me había exigido demasiado y al principio no lo entendí, pero ver a mi madre tan contenta el día que los llevé a casa me hizo darme cuenta de que había valido la pena.
Si hubiese hecho algo parecido con mis hijas a lo mejor hoy se coserían los dobladillos en vez de pegarselos.

viernes, 8 de agosto de 2008

Nuestros juegos y los días felices

Los niños teníamos bastantes obligaciones y en el invierno apenas había tiempo para jugar, y la verdad es que lo hacíamos con pocos juguetes. Mi grupo de amigas se componía de las que teníamos la misma edad y habíamos jugado juntas desde que empezamos a ir a la escuela. Lo hacíamos en el recreo y jugábamos a los juegos de cada época.

En invierno, por aquello de entrar en calor, el juego más importante era saltar a la comba, y un trozo de cuerda lo teníamos casi todos; además de eso podíamos jugar al marro, un juego que se parece algo al baseball americano y había que correr mucho. Al salir de la escuela, de 12 a 1 jugábamos en la calle otro rato, pero allí, algunas jugábamos también con los chicos y no estaba bien visto.
La imposición de los chicos con los chicos y las chicas con las chicas no venía precisamente del las altas esferas del poder, más bien de la mojigatería de algunas santas mujeres del pueblo. Eso hacía que después te encontraras con que alguna ya no te «ajuntaba» porque su madre te había catalogado como «chicazo», y eso era algo muy, pero que muy malo. En referencia a eso se seleccionaron de nuevo las amistades. Puedo asegurar que yo jugué siempre con chicos y chicas sin importarme un pimiento lo de los ajuntes. Por eso, además de las divisiones entre los de un bando y los del otro que la mayoría ya las habíamos dejado aparcadas, estaban las de las normas morales de lo que era correcto y lo que no lo era. El caso era dividir.

Por las tardes, como se hacía de noche muy pronto y nos tenían atemorizados con unos hombres que robaban niños de los pueblos porque decían que tenían una enfermedad que se curaba bebiendo sangre de niños, a las 5 al salir de la escuela íbamos directos a casa. A mí me esperaban las lecciones de hacer punto de media y enseguida fui la encargada de hacer las espaldas de todos los jerseys de la familia; cada día tenía que tejer lo que medían 4 dedos de mi madre. Otros días me tocaba hacer uno de los cuatro dobladillos de un pañuelo para aprovechar los trozos de tela de las sábanas que se rompían, o limpiar lentejas para el día siguiente. Siempre lo hacía a regañadientes porque me parecía injusto y protestaba porque las demás al llegar a casa solamente hacían los deberes y yo los había hecho antes de llegar. A mi madre le daban lo mismo mis quejas y me decía que no me fijara en lo que hacían las demás para lo que me interesaba y de la misma forma que me dejaba jugar con chicos porque ella no lo veía mal, a mi tampoco tenía que parecerme mal aprender a hacer cosas que cuando fuese mayor me servirían de algo.

Los mejores días del invierno eran los de las vacaciones de Navidad. Era costumbre pedir el aguinaldo a la familia y a los vecinos, y siempre nos daban algo. En la fabrica en la que trabajaba mi padre a los chicos nos daban una peseta y las personas mayores un duro. Con el dinero que juntaba me compraba el almanaque del TBO y el de Chicas, una publicación que no sé si era de la Sección Femenina, pero puede que sí porque el de los chicos se llamaba Flechas y Pelayos. Entre los dos costaban 3 pesetas que daban fin al aguinaldo, pero me sentía tan feliz. Dos simples cuentos, que a mí me parecían la mejor cosa del mundo porque tenían las tapas de cartón y la mayoría de páginas en color, no como los tebeos normales del Guerrero del antifaz y el Roberto Alcazar y Pedrín que eran de papel y en blanco y negro.

Parecía cosa de magia que algunos días la mañana apareciera con una gran niebla y por la tarde hiciera un sol de narices, y esos días el lugar de juegos era el barrio de Mari a jugar al pilla-pilla saltando una acequia, que hoy no me atrevería a saltar, y lo hacíamos por la parte más ancha. Era un juego de los del verano, pero esos días como a las 2 ya estábamos en la calle y hacía sol nos parecía perfecto, pero perfecto si no caías a la acequia, porque aunque el agua estaba caliente, ir a casa con todo mojado habría sido exponerse a un buen catarro y encima se habría acabado el salir porque las madres se habrían enterado de lo que hacíamos al ver las ropas mojadas y nos habrían castigado. Cuando volvíamos a casa, las de mi barrio teníamos que pasar por la pastelería del pueblo y pegábamos la nariz al escaparate para ver los turrones. Eran como unas moles grandes de 6 ó 7 clases que tenían pinchado un letrerito con el nombre arriba, y de ellos cortaban rebanadas que a mí siempre me parecían demasiado finas. Los que más me gustaban eran: el de reyes, el de Cádiz y uno que hacía un juego de damas rosa y blanco. Los siguieron haciendo hasta que murieron los pasteleros, unos grandes profesionales, y mis hijos llegaron a comer de esos mismos turrones.

Los días de Navidad eran los de las grandes comilonas, pero vamos, comparadas a las de ahora se quedan a la altura del barro. Nuestra cena de Nochebuena se componía de cardo en salsa de almendras y POLLO, un gran manjar. De postre solía haber mandarinas y los mayores tomaban café, pero café del de verdad, hecho en un puchero. Después subían los vecinos y todos traían algo de turrón y sidra, y con una gramola de la que yo era encargada de dar cuerda, bailaban los mayores. Para mí era todo un gran acontecimiento.

Un año mi abuela María hizo para la noche de fin de año algo que yo no había comido nunca, CANALONES. No penséis que eran como los de ahora. Como no vendían ningún tipo de pasta, mi abuela había hecho unas tortitas parecidas a los creps, les hizo un relleno de pollo y los cubrió con la consiguiente bechamel. A mí me parecieron algo especial pero mi abuela no paraba de decir:

─Los he hecho como he podido, intentando que se parecieran a los que comíamos antes de la guerra. Eso me hacía pensar que antes de la guerra debían comer cosas muy ricas.

Por fin llegaba el día más esperado, el de Reyes. No había mucho dinero para juguetes pero en mi casa, gracias a la habilidad de mi padre, a mi hermano y a mí nunca nos faltó un juguete hecho con madera pintados con esmalte. Tampoco faltaba una caja de 12 lápices de colores Alpino de las pequeñas, que siempre duraba hasta el año siguiente. En casa de mi abuela los Reyes nos traían mandarinas y castañas a todos los nietos, y en casa de mi tía Luisa pañuelos con encaje de bolillos por el borde, algo en lo que era experta y que yo intenté aprender pero acababa haciéndome con tanto palito y nunca pase de hacer medio metro y del más fácil.

El año 48 fue el año de los muñecos y de las motos de hoja de lata que andaban dándoles cuerda, porque el señor Salvó había ido a comprarlos a Valencia. Los muñecos eran de algo parecido a la loza, pero muy frágil y si se caía al suelo se hacía añicos. A casi todas las amigas nos trajeron uno, y el dichoso muñeco sirvió de competición para ver quien le hacía los vestidos más bonitos. Aquella primavera estuvimos muy entretenidas con las lanas y los trapos en las eras, al lado de la casa de Mary. A mi hermano la moto no le duró nada porque era aficionado a desmontarlo todo y después venían los llantos porque había perdido algo y no funcionaba.

¿Qué pasaría si a los niños de ahora les regalasen eso los Reyes Magos? Pues para nosotros era lo más de lo más.

jueves, 7 de agosto de 2008

Nuestros maravillosos inviernos

Si algo era malo de aquellos tiempos eran los inviernos. A partir de diciembre podía nevar cualquier día, nevadas que se helaban y se mantenían varios días, a veces empalmando con una nueva. Hasta para eso tuvimos mala suerte porque ahora apenas nieva, y si lo hace, la nieve desaparece en horas.

El carbón de hulla brillaba por su ausencia. Se guisaba en unos hornillos con carbón vegetal, en los que para encenderlos tenías que estar soplando con un soplillo redondo hecho de hojas de palma, más de media hora, tarea que a mi me tocaba más veces de las que hubiera querido y que me restaba tiempo para jugar. Y si no había carbón para guisar, menos lo habría para encender la estufa que habían tenido siempre. Como las necesidades aguzan el ingenio, alguien invento una nueva estufa que tenía forma cilíndrica, con una abertura en la parte de abajo que tenía un especie puertecilla para regular el tiro; la parte superior tenía una superficie plana de latón con un agujero central que se tapaba con una arandela grande. Funcionaban con serrín, si se puede decir que aquello era funcionar. Se ponía por la abertura de abajo un taco de madera cilíndrica hasta la mitad y por la parte superior se ponía otro que coincidiera con el primero. Se sujetaba con una mano y con la otra se iba echando el serrín y se golpeaba con una maza para que quedase apretado. Cuando tenía suficiente altura y parecía compacto, se sacaban los palos y por el orificio inferior se metía una astilla encendida que tuviese resina y la estufa comenzaba a funcionar enseguida. Lo malo era cuando no había astillas y se tenía que encender con papeles. Entonces la labor de encendido solía tardar bastantes minutos.

Durante la combustión apenas daban calor, lo bueno llegaba cuando se caían las paredes porque el orificio central era ya demasiado grande y entonces si calentaba, pero ya se estaba terminando. Solamente en días especiales como los de Navidad y algún sábado, cuando se estaba acabando se añadían unos troncos de pino para alargar la velada. Los días normales no porque la leña la traían de Soria y era cara.

Se solía encender cuando los niños salíamos de la escuela para que no hiciese tanto frío a la hora del baño, baño que consistía en un lavado de pies a cabeza en un valde grande con agua caliente porque en mi pueblo el agua corriente llegó muchísimos años después, concretamente en 1972. Por las tardes había un brasero en la mesa camilla que te quemaba en las piernas y por detrás estabas helado. Yo solamente me sentaba allí a las huras de las comidas y cuando nevaba porque, como cerraban la escuela y tampoco podíamos salir a la calle, jugábamos al parchís o con la baraja.

Ni que decir tiene que el serrín y el cisco eran artículos de primera necesidad y había que comprarlos a lo largo de todo el año. Se hacía a lo largo del año porque el serrín lo vendían bastante mojado y así pesaba algunos kilillos de más, y a 25 céntimos el kilo... Nosotros lo guardábamos en el cuarto oscuro y de vez en cuando mi padre lo removía para que durante el verano se secara. Si alguna vez se acabó antes de tiempo, el encender la estufa era labor de chinos porque el serrín, recién comprado y tan húmedo ardía mal.
A todo eso hay que añadir la oscuridad. Había luz eléctrica por las noches, de día había restricción y no la daban, pero con la potencia que tenía solamente se usaban lámparas de 10 vatios, con eso está dicho todo, y si se encendía más de una bombilla se fundían los plomos, así que en la cocina siempre había una extraña lámpara de carburo que producía un olor raro. Con todo eso no es de extrañar que a las nueve y media ó 10 estuviéramos ya acostados grandes y pequeños, porque era la forma de no pasar tanto frío. Por las mañanas al levantarnos los cristales de los dormitorios estaban preciosos con unos dibujos brillantes formados por haces que se entrecruzaban porque el vaho de las respiraciones se había helado.

¿A que era más divertido que ahora, que se enciende la calefacción y hay una lámpara en cada rincón de la casa?

Una alimentación sana y equilibrada

Toda la postguerra es una época para olvidar. Los comercios de «ultramarinos» de los pueblos estaban completamente vacíos; no vendían de nada, ni siquiera hilo para coser. Únicamente íbamos a ellos los días que tocaba el «racionamiento», que podía ser 200 g. de lentejas llenas de piedras, (había que pasarse un buen rato rebuscándolas antes de cocinar, labor que teníamos encomendados los más pequeños), 100 g. de una grasa asquerosa que si la ponían en la comida estaba peor que sin ella, a veces un pastilla de jabón y en fechas extraordinarias como las fiestas del pueblo o Navidad, daban azúcar negra sin refinar y una tableta de chocolate para los niños (que de chocolate tenía solamente el color porque parecía estar hecho de algarrobas), 50 g. de café, un cuarto de litro de aceite soja y arroz, éste también con las consiguientes piedras para fastidiar

En la panadería no había pastas, solamente el pan del racionamiento: un chusco de 200 gramos por persona. Un riquísimo pan integral de cereales varios (algo de trigo, avena y centeno con su correspondiente salvado).

En las carnicerías si había carne, pero se compraba poca. De los corderos vendían todo cada día, desde el sebo hasta las asaduras, pero en mi casa estofado o costillas solamente se comía algún domingo. En el verano cuando había vacaciones los críos íbamos a la cola del sebo. Por una peseta te daban un trocillo que no pesaría ni 50 g. Si comprabas chuletas de riñonada que ahora están llenitas de grasa, entonces no llevaban ni una gota porque el sebo se cotizaba bastante más caro que la carne, y la carne de la punta del pecho era la más buscada para el cocido porque tenía «sustancia» y ahora se tira.

En las pescaderías si que vendían pescado pero en mi casa sólo lo comprábamos alguna vez en invierno. Mi madre decía que el tren de mercancías que venía de Galicia tardaba casi 3 días en llegar y para comprarlo y no comerlo a gusto no había que gastar el dinero.

Lo que funcionaba era estraperlo, y todos éramos estraperlistas, gentes fuera de la ley a los que la guardia civil buscaba. La verdad es que si no hubiera sido por eso muchos días no hubiese habido nada para comer. No se como sería el estraperlo a gran escala con el que muchos se hicieron ricos y era el que tendrían que haber perseguido, pero el nuestro...

El estraperlo de las gentes normales era una forma de trueque. En mi casa lo hacíamos con el jabón. Teníamos jabón porque, además del sueldo, a los trabajadores de las fábricas cada semana les daban un paquete con varios pedazos. Dos veces al mes íbamos mi tía y yo a los dos pueblos más cercanos cargadas con nuestros canastos de mimbres con trozos de jabón de lavar y alguna pastilla de las de olor para el cuerpo, andando por caminos pedregosos, porque si íbamos en tren y te pillaba la guardia civil te lo quitaban todo y te ponían una multa y lo cambiábamos por huevos, judías, garbanzos, harina y patatas o algo maíz y cebada para las gallinas o el cerdo. Ellos no tenían más jabón que el del racionamiento, que rascaba como los demonios y quemaba la ropa y nosotros necesitábamos eso para comer.

También había quien se exponía y traía aceite del Bajo Aragón, que en aquellos tiempos lo vendían a 90 ptas. El hermano mayor de mi amigo Pepe, el que le mataron al padre, consiguió trabajo en la RENFE y como se le consideraba el cabeza de familia, todos tenían un kilométrico para viajar gratis. Por eso la madre iba a buscar aceite para ganar algo. Eran muchos y con un sueldo pequeño no se podía comer y comprar ropa y calzado para tantos hijos y varias veces la pillaron, se lo quitaron y le pusieron una multa.

No sé como serían los sueldos de los demás, pero el de mi padre, que era el contable de las dos fábricas del pueblo ganaba 900 ptas. Se compraba un litro y tenía que durar todo el mes.

Con todo eso no necesitábamos hacer régimen para adelgazar. Teníamos una comida la mar de sana y equilibrada.

Los desayunos se componían de un café con leche, (el café, cebada tostada) y leche súper descremada con un trocico de pan. Y digo descremada porque en el pueblo en aquellas fechas no habría ni cinco vacas y había leche para todos, así que debía de alargarla con agua.


Diariamente la comida solía ser cocido de garbanzos o de judías, para cambiar. Llevaba un poco de carne, morcillas, un hueso de espinazo y un trozo de tocino, porque la matanza del cerdo tenía que durar para todo el año. La sopa solía ser de rebanaditas de pan. Yo no conocí los fideos hasta el año 48 y fue porque venía «la fideera», una señora que iba por las casas y los hacía y luego se colgaban en unas cañas para que se secaran. La primera vez que los comí fue en la sopa.

Las meriendas eran lo mejor del día para mí y eso que solían ser inventos. Si había azúcar en el racionamiento, un poco de pan con aceite y azúcar, si no había aceite, pan con leche y azúcar porque el azúcar del racionamiento se reservaba para las meriendas. Algunos niños merendaban pan con vino y azúcar, pero en mi casa nunca había vino. Otras veces era pan con carne de membrillo hecha en casa, o pan con olivas negras en el invierno; y si había sucedáneo de chocolate, dos porciones se tenían que partir para tres, para mi hermano, para mi tía y para mí, y al principio siempre había peleas por el trozo más grande hasta que mi madre las solucionó haciendo que cada día cortara uno el chocolate. El que lo cortaba era el último en elegir y os aseguro que los trozos salían milimétricos. Y cuando estaban curados los jamones, que solía ser para el verano, merendábamos como los ricos, pan con jamón.

Las cenas durante muchos años fueron cualquier tipo de verdura con alguna patatilla, gachas hechas con harina de maíz, (asquerosas), sopas de ajo o boniatos cocidos cuando era el tiempo, como primer plato; de segundo una tortilla de patata con dos huevos para cinco personas, (con patatas asadas, no fritas) y morcillas cuando era el tiempo de la matanza. Si no había nada de segundo plato, comíamos un plato de pera o manzana cocida. Desde entonces yo no he comido ninguna mermelada y las odio porque me recuerdan las cenas entonces.

Los domingos y días festivos eran días «de comida de jotaۚ». Mi madre las llamaba así cuando hacía patatas fritas o empanadillas y gastaba aceite. Debía ser porque al ser maños, a lo bueno se le llama de jota.

¿Es o no es una buenísima alimentación sana y equilibrada?

domingo, 3 de agosto de 2008

Mosen Angel y la catequesis

Cuando empezamos a ir a la catequesis las cosas cambiaron mucho. Mosen Ángel era tan buen hombre, que hizo más por los niños que todos los mayores juntos. La primera de todas, hacer la catequesis conjunta. Fomentó el compañerismo entre todos y la forma de enseñar era, explicar el evangelio y después preguntaba a un chico y a una chica y si uno de los dos fallaba, las risas se debían escuchar desde la calle. Así, sin querer, se estableció una competición entre chicos y chicas y he de reconocer que las chicas éramos bastante más listas. De esa forma tan simple consiguió que todos los chicos trabajaran unidos, olvidando las historias de los mayores, y las chicas lo mismo.

En aquellos tiempos se celebraba el «día de los caídos» y los niños íbamos con los maestros a misa. Después de acabar la misa había que salir a la calle y delante de una piedra de mármol que estaba pegada en una pared de la iglesia teníamos que rezar. Había una lista de nombres y debajo de ella ponía ─Caídos por Dios y por España ¡Presentes! ¡Viva Franco! ¡Arriba España!─.

Mosen Ángel, a los de la catequesis nos mandó quedarnos dentro del templo a organizar los bancos para la clase. Recordando lo que pasó después, tengo la seguridad de que lo hizo porque tenía bastante más conocimiento que los demás. Antes de empezar rezamos por los caídos, pero por todos. Además de los que ponía en la losa había otros muchos: los padres de Pepe y Pepito que eran vecinos míos, el tío de Mary, el padre de Marisa, el padre de Antoñico, un niño que siempre estaba triste, y bastantes más. Si recuerdo a esos es precisamente porque todos eran amigos míos.

Pepito vivía enfrente de mi casa y yo solía ir mucho a jugar con él, y aquel día al volver de la catequesis subí para contarles que habíamos rezado por su padre en la iglesia.

Pepito era el menor de 5 hermanos. Yo no sé si él sabía lo de su padre, pero si no lo sabía, nos enteramos a la vez. Su madre nos contó que una noche fueron unos hombres a buscarlo y ella pasó mucho miedo, y seguramente, debió ser por eso por lo que se puso de parto. Pepito nació sin estar su padre en casa. Todo el mundo le decía a la madre que no se preocupara, que no le harían nada porque él nada había hecho. Como era costumbre que las mujeres cuando daban a luz no salieran a la calle hasta que el niño no se hubiera bautizado, al tener tantos hijos ella tenía que salir y por eso habló con el párroco para bautizarlo aunque su padre no hubiera vuelto. Cuando la señora que fue la madrina y los hermanillos se marcharon, la madre se asomó el balcón para verlos ir. Al pasar por la puerta del café había hombres sentados y ella vio que se ponían de pie al paso el bautizo y se quitaron la boina en señal de respeto, como hacían si pasaba un entierro. En ese momento ella se dio cuenta de que lo habían matado y comenzó a chillar y a llorar.

De esa forma me enteré de algo de lo que había pasado. Esas historias para niños que tenían apenas nueve años eran bastante duras. Con esas y otras que íbamos averiguando, porque estábamos en la edad de preguntar, vivimos los niños que tuvimos la desgracia de nacer en aquellos años.

Aprendiendo vocabulario

Lo que se hacía en la escuela era simple rutina, sobre todo para las más pequeñas. Cuando ya estaba todo el mundo sentado, las mayores hacían las cuentas que la maestra ponía en la pizarra, y una vez acabadas, formábamos todas un semicírculo para rezar y cantar. Rezar lo hacían todas, pero lo de cantar ya era otra historia. El dichoso cántico era el «cara al sol», y de nuevo con la mano en alto. A veces alguna lloraba y no cantaba, y eso, para la mente de una cría pequeña no tenía sentido. Yo le preguntaba a mi madre que por qué lloraban y nunca me contestó, y durante algún tiempo, fue para mí un gran misterio.

Al finalizar salíamos al patio. También había dos, de chicos y chicas y tanto en el uno como en el otro solamente jugábamos juntos los más pequeños; los demás permanecían sentados junto a los muros sin hablar ni una palabra. Tampoco entendía eso porque yo estaba deseando salir para jugar. Y así fue pasando el tiempo y con él aumentando las cosas que no entendía.

La primera vez que escuché la palabra «fusilaron» la dijo Marisa y estaba llorando, concretamente dijo ─ A mi papá lo fusilaron. Me dio pena porque era de las pequeñas como yo, y no entendía qué era aquello y por qué lloraba. Le pregunté a Doña Angelines que quería decir esa palabra. Más o menos tendría 6 años. Me contestó que no preguntase tonterías y acabara pronto la muestra que me había puesto en el cuaderno. Debía ser de ideas fijas porque cuando llegué a casa se lo pregunté a mi padre, que no me aclaró nada, pero me dijo:

─Cuando hablen de esas cosas te vas y no escuchas.

Es muy fácil decir eso, pero difícil de entender cuando ves a una amiga llorar, así que decidí preguntarle directamente a ella. Marisa me contestó que a su papá lo fusilaron y ella no lo había conocido.

─Pero ¿por qué no lo has conocido? seguí preguntando.

─ ¿Eres tonta o qué? Porque lo mataron, me respondió.

De esa forma me enteré de que fusilar era matar.

Una forma triste de aprender vocabulario. Desde aquel día Marisa fue una de mis mejores amigas y si veía que no jugaba, me quedaba a su lado sentada en un rincón del patio. Hoy, desde la distancia que da el tiempo, tampoco entiendo por qué a una niña le explicaban eso en su casa. Yo nunca lo hubiera hecho, pero las cosas eran así y esas cosas nos iban restando alegría, a unos y a otros.

Y así, con niños tristes y aislados pasó nuestra primera infancia y así siguió hasta que empezamos a ir a la catequesis, pero esa vez, juntos los niños y las niñas que formábamos un grupo de 46.

jueves, 31 de julio de 2008

Mis primeros días en la escuela

Ya de la postguerra me acuerdo de casi todo. Lo que sí puedo afirmar es que mi generación es la generación de la desgracia. Empezaron destrozándonos la infancia a casi todos. Posiblemente, algunos niños de los hijos de los mandamases se salvaran de eso, pero del odio y del rencor en el ambiente, no creo que se salvara ninguno.

En octubre del año 39 comencé a ir a la escuela y para mí eso fue una gran experiencia. No había escuela de párvulos. Había dos escuelas de niñas y dos de niños, las de los pequeños para los que teníamos entre 4 a 10 años, y la de los mayores desde los 11 los 14. Recuerdo que llevaba un cabás metálico con una pizarra y un pizarrín para escribir y me sentaron en los bancos de las pequeñas que estaban puestos formando un ángulo frente a la mesa de Doña Angelines para tenernos bien vigiladas. Cada día al entrar, todas sin excepción, teníamos que realizar la misma rutina. Decir ─Ave María Purísima─ para que los demás contestaran aquello de «sin pecado concebida». Después decirle buenos días a la maestra, arrodillarnos a rezar delante de un cuadro del Corazón de Jesús y ponernos delante del retrato de Franco, alzar la mano bien abierta y decir ¡Viva Franco! Y las demás tenían que contestar ¡Viva!

A mi, todo aquel barullo de sin pecados concebida y vivas, al principio me pareció muy divertido, pero con el paso de los días se convirtió en un espectáculo de violencia. Algunas veces, si Doña Angelines no miraba, alguna de las mayores al pasar por delante del cuadro de Franco no abría la mano y mantenía el puño cerrado, pero casi siempre había alguna chivata que se lo decía y la hacía ir a su mesa y le daba con la regla en los nudillos contando: uno... dos... tres... y así hasta 20 y avisándole de que si lo repetía, la próxima vez serían 40.

¿Alguien cree que una niña de 4 años podía entender la diferencia entre abrir o cerrar la mano? Yo no lo entendí, y mucho menos que algunas de las niñas lo volvieran a hacer muchas veces. Seguro que las que lo hacían tampoco entendían la diferencia, y si lo hacían, debía ser porque en casa al contarlo, alguien les había dicho que lo que había que hacer era levantar el puño. Se inculcaba el odio a niñas que no tenían más de 10 años, tanto por un lado como por el otro.

Podría pensarse que la maestra era demasiado cruel ¿verdad? Después, con el paso de los años comprendí que las personas mayores también tenían miedo.

En la escuela de las mayores la maestra era Doña Juanita. Un día la vimos en el recreo hablando con los demás maestros y llevaba el pelo al cero. Como a las niñas que llevaban piojos les ordenaban que se lo cortaran así, cuando llegué a casa dije:

─ La maestra de las mayores lleva piojos porque le han cortado el pelo al cero. Y me quedé tan fresca.

Años más tarde me enteré del porqué de la rapada. Alguna de las mayores debió decir en casa que en su escuela no saludaban al cuadro de Franco, y como entre los mayores también había chivatos, debieron ir con el cuento al cuartel de la Guardia Civil y allí le raparon el pelo como escarmiento y advertencia.

Era una forma de crear crispación y rencor entre los niños y de amargar la vida en la escuela.

miércoles, 30 de julio de 2008

Más recuerdos

Otros de mis recuerdos de muy pequeña está también asociado a algo que para mi debió ser extraordinario. En un país en guerra, lógicamente, no debía de haber mucha alegría. Ver que un día la gente cantaba y gritaba por las calles a mi me debió parecer algo inusual y el recuerdo se quedó en el registro de mi memoria por lo extraño y porque por primera vez vi los gigantes y los cabezudos del pueblo corriendo por las calles, cosa que me debió dar miedo, por la alegría que sentí cuando vi los que los tiraban al río.

Años más tarde, concretamente en 1946, nos examinamos un grupo de niños para hacer el ingreso de bachiller en el instituto de Calatayud y a pesar de todo lo que se esforzó nuestro profesor, suspendimos y todos teníamos que volvernos a presentar en septiembre. El buen hombre cogió un cabreo de narices. Se informó en secretaría de las causas de tantos “No apto“ y todos habíamos fallado en lo mismo, en las preguntas de religión, que tenían que ser de acuerdo al catecismo editado en 1945.

Antes de volver al pueblo compró 12 catecismos y nos los repartió. Nos dijo que quería que los aprendiéramos de punta a punta con preguntas y respuestas, que en su debido momento, él nos iba a examinar.

Su cabreo estaba muy justificado porque todos habíamos hecho la primera comunión el año anterior y nos preguntó si habíamos aprendido bien el catecismo, y le dijimos que sí. El no volvió a insistir confiando en nosotros y pasó lo que pasó. Imagino que a él no le iban demasiado esas cosas porque había sido catedrático de Historia en la Universidad de Valladolid, y por sus ideas políticas, según rumores del pueblo, le rebajaron su categoría a maestro de escuela y lo trasladaron a un pueblo de Aragón de 1500 habitantes.

Estuvimos todo el verano yendo a clase pero nunca nos preguntaba nada del catecismo y comentábamos entre nosotros si lo había olvidado. Pues no lo había hecho. Un día llegó con un programa de las fiestas y nos dijo que del 14 al 17 de agosto, teníamos que estar en la escuela con el catecismo, de 5 a 7. Y en esas horas concretamente, según ponía el programa de las fiestas, saldrían para hacer el pasacalle los nuevos gigantes y cabezudos que habría comprado el Excelentísimo Ayuntamiento y todos habíamos hecho planes para esos días

Me vino a la memoria aquel día en que los habían tirado al río y cuando llegué a casa le pregunté a mi padre:

─ Papá, ¿cuándo y por qué tiraron los gigantes y los cabezudos al río? De aquellos casi no me acuerdo y este año no los voy a poder ver porque tenemos que dar el catecismo a la hora que salen.

Y mi padre contestó:

─ Como vas a acordarte de los cabezudos si los tiraron al río el día que acabó la guerra.

Y le volví a insistir para que me dijera la fecha, que resultó ser el 1 de abril, Día de la Victoria como ponía un cartel que había en la escuela.
Solamente esos dos momentos recuerdo de la guerra, y los dos por motivos que debí catalogar como anormales. Querer mantenerme despierta porque lo normal era que me fuese a dormir pronto, y por la impresión de ver de un pueblo lleno de gentes alegres que cantaban y corrían por las calles, cuando lo normal era que estuviesen tristes y el fin de fiesta con los cabezudos río abajo.

sábado, 26 de julio de 2008

Mis primeros recuerdos

A veces, los mayores piensan que un niño de tres años no puede recordar nada de lo que sucede a su alrededor. No es así. Si sucede algo que rompe su rutina diaria, lo recuerda perfectamente a lo largo de toda su vida, aunque en un primer momento no sepa el porqué de ese hecho.

Eso me sucedió a mí. Recuerdo perfectamente un día que debía estar muriéndome de sueño y mi madre quería mantenerme despierta a toda costa. Eso no era normal y por eso debió quedarme la imagen de ese hecho y otro que sucedió después. Todos lloraban, reían y se abrazaban porque habían llegado una mujer y un hombre y yo me debí asustar y recuerdo las palabras de mi abuela que me iban a librar de ese momento diciendo ─ Llevad a esa niña a dormir, son más de las 3─.

Años más tarde, concretamente en 1945, mi tía Conchita venía de Barcelona en un tren que llegaba a las 1 de la madrugada y la fue a esperar mi padre. Ella iba a confeccionarme el vestido de primera comunión y yo estuve despierta hasta ese momento porque quería saber cómo iba a ser mi vestido. Cuando me vio en casa de mi abuela me dijo:

─ ¿Y tú que haces despierta a estás horas?

Y dirigiéndose a mis padres y a mi abuela preguntó:

─ ¿Recordáis la llantera que cogió el día que Pepe y yo llegamos de Barcelona?

Rápidamente asocié eso al recuerdo de aquella noche que no querían que me durmiera y pregunté:

─ Y eso ¿cuando fue?

Me contestó:

─ El 14 de febrero de 1939. No lo olvidaré nunca. Iba a ver a los abuelos a los que no había visto todo el tiempo que duró la guerra y a conocerte a ti. Vinimos en tren borreguero que debía haber llegado a las 8 de la tarde y aparecimos de madrugada.

De la guerra ya estaba bastante enterada porque era la conversación normal de los mayores en ese tiempo, pero no me quedó claro el porqué de que no hubiese venido antes y le pregunté por qué no lo había hecho. Ella respondió:

─ Porque hasta el 26 de enero de ese año no se liberó Barcelona. Lo hicimos en cuanto pudimos.

No me quedaba claro en ese momento aquello de liberar Barcelona y me pareció mejor dejar de preguntar porque quería que enseñara el diseño que había hecho para mi vestido. En ese momento, para mí era lo más importante.

De esa forma me enteré de la fecha de aquel día que no era normal porque no querían que me durmiese y que eso haya formado parte de mis primeros recuerdos asociados a la guerra civil.

viernes, 25 de julio de 2008

¿Por qué escribo?

¿Verdad que habéis escuchado hablar bastante de la «Memoria histórica»? Pues eso es lo que me ha hecho decidirme a escribir.

¿De qué memoria histórica hablan? ¿De la memoria de los que entonces eran llamados nacionales? ¿De la memoria de los que eran rojos? Supongo que todos tendrán sus memorias. ¿Para qué remover ahora algo que tanto costó convertir en pasado? De derechas, de izquierdas... Fue una guerra entre hermanos, eso es lo que fue.

La ideología, salvo en el caso de los políticos y los militares, esos grandes defensores del «interés público de sus bolsillos privados», dependió de la suerte o la desgracia de estar en un lugar u otro de España en ese momento. En nuestra familia, una hermana y dos hermanos de mi padre eran rojos porque al estallar la guerra estaban en Barcelona y colaboraron o pelearon en los ejércitos republicanos en el Frente de Teruel. Mis abuelos, mi padre y dos hermanas más eran azules porque estaban en la provincia de Zaragoza, y colaboraron con el bando de los fascistas. ¿Alguien les preguntó a que bando querían pertenecer? No tuvieron elección. Si cuando los movilizaron se hubieran negado a ir al frente de guerra por tener una ideología distinta del bando en el que les había tocado, los habrían matado, tanto los unos como los otros. Y cuando se denunciaba que alguien era de derechas o de izquierdas y estaba en la zona equivocada, sucedía eso. Los fusilaban.

Yo tengo mi propia memoria histórica, una triste memoria que se remonta a unos recuerdos aislados del 1 de abril de 1939, que hasta bastantes años después no supe que significaban y los que poco a poco fui almacenando a lo largo de los años, en los primeros sin lograr entenderlos y conforme fui siendo mayor indagando aquí y allá y escuchando distintas versiones. Lo que sí recuerdo bien es la infancia y la adolescencia que nos legaron.