jueves, 16 de octubre de 2008

Más beneficios del nuevo voltaje

La subida del voltaje de la electricidad nos trajo otros adelantos que hicieron que nos sintiéramos en la era de los privilegiados. Les dijimos adiós a las planchas de hierro que se calentaban encima de la estufa y también a las “industriales” que funcionaban con carbón de encina en su interior y necesitaban un buen rato de ejercicio con el soplillo para encenderlo. Con aquellos mamotretos planchar se convertía en una tortura mientras que las nuevas planchas eléctricas que se calentaban solas como por arte de magia, eran lo más de lo más a pesar de que también pesaban lo suyo. Nos conformábamos con poco ¿verdad? Nada que ver con las actuales, con su calderín de vapor incorporado o adosado, que hacen que planchar sea fácil. Pero con todo y con eso, ahora hay quien defiende que la arruga es bella y no se le acerca a la plancha no vaya a ser que le muerda.

Otro de los cambios que nos hacía sentirnos como reyes fue el desterrar para siempre las palmatorias con velas de la mesita de noche, con sus correspondientes cajas de cerillas y las recomendaciones de rigor:

─No te olvides de apagar la vela no vayas a producir un incendio.

El tener una pequeña lámpara eléctrica en la mesita de noche era un lujazo que permitía leer un rato antes de dormir, cosa impensable hasta ese momento. Personalmente a mí, lo que más me gustó de la nueva “luz” fueron dos cosas: que en las calles pusieran cada 25 metros unos artilugios clavados en la pared de los que colgaban unas tulipas blancas con una bombilla y que en el portal de nuestra casa y en las escaleras, a partir de entonces también pusieran bombillas. Eso acabó con la oscuridad total de las calles y también hizo que el llegar a casa un poco tarde no se convirtiera en un calvario ya que la luz permitía ver si había algo o alguien en las escaleras o en el patio.En el invierno a las 6 de la tarde ya era de noche y yo tenía pánico de subir a oscuras. Me pasaba un rato gritando para que bajaran a buscarme, y al principio lo hacían, pero enseguida mi padre dijo que ese miedo era irracional y que se habían acabado las tonterías; si tenía miedo a la oscuridad eso se arreglaba con volver a casa antes de las 5. Hacer eso significaba robarle tiempo al juego y no sabía que era peor, así que decidí armarme de valor y subir las escaleras de tres en tres aunque más de una vez me diera de narices contra el suelo.

La verdad es que el miedo no era tan irracional como pensaba mi padre, al menos para mí. Un día, María y Mofi, dos vecinos de la planta baja un poco mayores que yo, me dijeron que fuese con ellos a la plaza que me iban a enseñar una cosa muy importante. Cuando llegamos me explicaron que en el escaparate de la tienda habían puesto «la pata de un muerto». Yo no me lo creí y me acerqué al escaparate a mirar. Y era verdad, allí había una pierna bastante larga y me entró pánico. Desde ese día, cuando yo volvía a casa, si mis vecinos me oían, uno de los dos salía al portal y me gritaba: ¡que te agarra la pata! Entonces salía disparada. El que en las escaleras y el patio hubiera luz me líbero totalmente del miedo a que la pata me persiguiera porque podía ver que no estaba allí y cuando se dieron cuenta de que ya no me asustaba tanto, dejaron de hacerlo. Sin embargo, seguí sin acercarme ni una vez a la tienda de la plaza.

El asunto acabó cuando un día mi madre me mandó a comprar unas agujas de tejer media a aquella tienda y le dije que no iba porque a esa tienda no me podía acercar para nada. Me castigó sin salir pero ni aún así consiguió que fuese. Debió pensar que habría hecho alguna zalagarda en la tienda y cuando llegó mi padre se lo comentó. Con él no servían las historias y me dijo que quería saber por que causa no podía ir a aquella tienda y tuve que contarle lo de la pata del muerto. Yo esperaba una buena regañina y un castigo que podía dejarme muchos días sin salir a jugar por haber ido a ver aquello sin su permiso, pero no pasó ni lo uno ni lo otro y lo raro fue que a los dos les entró un ataque de risa.
Al día siguiente mi padre me llevó a la tienda y le contó al dueño lo que yo le había dicho. El dueño sacó la «pata» del escaparate y llevaba puesta una media. Se la quitó para que viera que no tenía dedos, me hizo tocar para que comprobara que era de escayola y me explicó que solamente servía para que las mujeres viesen las medias de seda. Era ya una mujer hecha y derecha y cada vez que me veía se reía y me recordaba lo de la pata.

Si ahora le dices a un niño de 11 años que los maniquíes de un escaparate son muertos o vivos seguro que se parten de risa, pero para nosotros que habíamos visto siempre las tiendas casi vacías, cualquier cosa que se salía de lo nomal producía esas consecuencias. Con aquel ambiente tan alegre que nos rodeaba en el que siempre se hablaba de fusilamientos y muertes, por si no hubiese sido bastante, nuestro pueblo debido a la cantidad de hoteles-balnearios que había (y hay) con grandes salas de baño, se convirtió en hospital de guerra. Todos los niños habíamos escuchado en las conversaciones de los mayores, que mientras duró la guerra, en el pueblo a muchos soldados heridos les habían cortado los brazos o las piernas y que cuando oscurecía algunas personas del pueblo las llevaban a enterrar al cementerio. Con todos esos antecedentes y ante las explicaciones que escuchábamos del porqué de esos enterramientos no era tan descabellado ni extraño mi pánico

jueves, 9 de octubre de 2008

Hágase la luz, y la luz se hizo

¿Qué harían los niños de hoy si no hubiera televisión, consolas, teléfonos móviles y tantas cosas que para ellos, hoy son imprescindibles?
Pues nosotros vivimos sin casi nada toda nuestra infancia y parte de la adolescencia. En mi pueblo por no haber, no hubo ni aparatos de radio en las casas hasta el año 48. Bueno, la verdad es que el aparato estaba, lo que no había era electricidad para poder enchufarla y sin ella no funcionaba. Creo que fue en 1948 cuando se cambió de compañía eléctrica y en vez de tener la Hidroeléctrica del Mesa se hizo la acometida a la de Saltos unidos del Jalón. Con ella se acabaron las restricciones y la oscuridad. ¡Qué gozada poder tener bombillas de 100 W y poder enchufar aquel trasto que solo había sido un artilugio más para limpiarle el polvo cada día!

En mi casa la radio produjo un cambio en las costumbres. A las 2 daban “el parte” y era obligatorio escucharlo. Todas las emisoras de radio conectaban a esa hora con Radio Nacional de España, que era la que tenía el privilegio en exclusiva para decir a los españoles todo lo que pasaba, o todo lo que querían que supiéramos. En nuestra casa poníamos siempre Radio Zaragoza, emisora EAJ101. Recuerdo hasta la voz de la locutora diciendo:

─Aquí radio Zaragoza, emisora EAJ101 conectando con Radio Nacional de España para la edición de noticias de las 2.

Yo no entendía por qué había que escuchar aquellas tonterías, pero como estábamos comiendo, daba lo mismo. Lo malo era por las noches. A nosotros nos encantaba escuchar Radio Andorra con sus discos dedicados que nos traía canciones modernas que nunca antes habíamos escuchado como: la casita de papel, la vaca lechera, la ovejita lucera y un montón más, pero casi a la misma hora, algunos días a mi padre le apetecía escuchar “Radio España Independiente emitiendo desde los Pirineos”, y aquello eran más noticias, unas noticias que no sabía por qué las escuchaba poniendo el volumen tan bajo que tenía que poner la oreja pegada al altavoz de la radio. ¿Para qué tenía que poner más noticias? Pues para fastidiar, y además no debía ser bueno el escucharlas porque, precisamente a mí, cada noche me repetía la misma cantinela: «Ojo con decir que en casa se escucha esta emisora, que tú te lo aprendes todo y eres muy capaz de meter la pata, y si alguna vez lo haces se te acaba radio Andorra para siempre.

La luz y la radio hicieron que las veladas fuesen más largas. A media tarde se encendía un brasero que se ponía en la mesa camilla y duraba hasta las 11 y media, y en ese tiempo ganado al aburrimiento me hacía mis 8 dedos de las espaldas de los jerseys de todos, sin rechistar y sin protestar, porque con esa escusa no me mandaban a la cama como a mi hermano.

Pero la luz nos trajo más cosas. En el teatro del casino pusieron un telón blanco y los domingos de invierno ponían una película y su correspondiente NODO. La primera peli que vimos mi hermano y yo fue Blanca Nieves y los siete enanitos. Fue la única vez que hubo dos sesiones, a las 5 de la tarde y a las 7. Fuimos a la de las 5; como a las 7 era de noche vino a buscarnos mi abuelo Alfredo y le pedimos que nos dejara verla otra vez. Sacó entradas para los tres para ver que era aquello que nos había emocionado tanto. Creo que casi todos los críos hicimos lo mismo. Al que no lo entraron sus abuelos lo hicieron los padres. Fue todo un éxito a pesar de que en el cine hacía un frío que pelaba y teníamos que estar con el abrigo puesto.

Creo que a partir de ese día el señor del cine ya no trajo tantas películas que no pudiéramos ver nosotros porque si lo hacía tenía menos parroquianos, y también en Aragón “la pela es la pela”. Aunque eso les de risa a los niños de ahora, nosotros solo podíamos ir al cine dependiendo de la correspondiente calificación de la censura. Había películas que las podían ver todos, eran las APTAS, otras que eran para mayores de 14 años hasta 18, estaban las de mayores, las de mayores con "reparos", y las ALTAMENTE PELIGROSAS. La entrada de los pequeños se cumplía rigurosamente. Había vigilancia para que no entráramos los niños porque el empresario se la jugaba.

Ni que decir tiene que las que podíamos ver eran las de Tarzán, las de vaqueros, Mujercitas, las del Gordo y el Flaco y las de Cantinflas, pero aún con todo eso, en la cabina desde donde se proyectaba estaba el enviado del cura que vigilaba si en las escenas de besos, el que la proyectaba ponía un cartón delante y cuando eso sucedía se armaba un pataleo de narices y silbaban como locos los más mayores.

Ya veis, hemos pasado de la nada al todo. Creo que ni era bueno lo que pasaba entonces, ni tampoco es bueno lo que sucede ahora que todo está permitido.