domingo, 10 de agosto de 2008

Mis juegos en las tardes de verano

Durante los 15 primeros días de junio no había clases por las tardes y eso para otras chicas era una delicia, para Mª Jesús y para mi no tanto, porque nos tocaba ir a la vega a buscar hierba para los conejos y cardillos para la pastura del tocinillo y eso nos tenía entretenidas hasta las 5, así que daba lo mismo que no hubiera clases. Como se hacia de noche muy tarde y teníamos que volver a casa a las 9, cuando dejábamos la hierba en casa nos reuníamos con las demás que estaban en el lago. Allí nuestro juego preferido era esquivar al barquero y en cuanto se descuidaba nos metíamos al agua a chapotear. Aquello duró hasta que nos vio un día y fue a hablar con los padres porque, según él, se jugaba el puesto pues los «señoritos» le habían encargado que no dejara bañarse a nadie. Ya veis, señoritos que tenían más de 60 años. Por eso acabaron nuestros chapoteos.

En el parque no jugábamos porque había un chino ya mayor que llevaba barba y unos bigotes largos y estaba siempre paseando. Se pasaba en el balneario todo el verano y a Marisa le dijeron que estaba enfermo. Enfermo, muy delgado, chino. con barba y bigotes, tenía todas posibilidades de ser uno de los «tísicos», que eran los que bebían la sangre de los niños para curarse, así que en cuanto le veíamos salíamos corriendo lo más deprisa que podíamos.

Como al lago no podíamos ir, un día del mes de julio mi amiga Teresilla y yo, las que según todo el mundo éramos las más malas de todo el pueblo, fuimos a investigar si en el «pozo de la estaca» del río nos podíamos bañar. Metimos una caña para ver si era muy profundo y nos pareció que estaba bien. Ella vivía en la calle Lanuza, muy cerca del pozo, así que llevé a su casa el bañador para que me lo guardara porque si me veían cada día salir con él se iban a enterar. Mi madre estaba bastante enferma ese año y no estaba tan pendiente de mí así que desde las dos y media a las cinco me mandaba a dormir la siesta. Ella también dormía, o al menos descansaba, y entonces era el momento para irme al río. Como si hubiera abierto la puerta mi tía Juana hubiera salido corriendo a decirme que a dormir, lo que hacía era descolgarme a la calle desde el balcón de mi cuarto por la cuerda de la persiana. Entonces me iba a casa de mi amiga, me ponía el bañador y nos íbamos al río.

Lo del río se acabó por otro chivatazo. Un día, las panaderas que vivían enfrente de mi casa le dijeron a mi padre que avisara en la fábrica de que iría un poco más tarde, que lo invitaban a un café riquísimo y podría ver algo que le interesaba mucho, y mi padre, aunque sólo fuera por el café, fue a su casa. Se tomó el café y les preguntó por aquello tan importante que le iban a enseñar y le dijeron que tuviera un poco de paciencia y vería unos ejercicios de circo que iban a empezar enseguida. Aquel día no llegué a poner los pies en el suelo. Me agarro mi padre cuando ya casi estaba, y de las zurras que me dio no me pude sentar en dos días. Me enteré de lo del café de las chivatas y de los ejercicios de circo cuando mi padre se lo contaba a mi madre y a mis abuelos. Y los baños en el río se acabaron de golpe y también las siestas. Mi madre como castigo me dijo que se había acabado lo de salir a hacer la cabra, y desde las 3 hasta las 8 tuve que ir al taller de Nena para aprender a coser, y no fue sólo ese verano, también los siguientes hasta que Nena se fue a vivir a Barcelona, o sea, desde los 10 a los 14 años. Estaba hasta las narices de pasar hilos flojos, sobrehilar, hilvanar y hacer dobladillos, y cuando no había nada que pudiera hacer yo, Nena me daba la «ojalera», un trapo doblado en el que me cortaba ojales kilométricos que yo tenía que hacer hasta que me salieran perfectos, o el trapo de hacer flores de cruceta. A las 8 menos cuarto tenía que barrer el taller y recoger los alfileres. De esa forma se acabaron para mí los juegos de las tardes de verano.

Se que entonces me llenó de rabia y me pareció un castigo desmesurado, pero el verano del año 50 ya me hice un vestido y una falda plisada para las fiestas, y mi madre se sintió orgullosa de mí. Me había exigido demasiado y al principio no lo entendí, pero ver a mi madre tan contenta el día que los llevé a casa me hizo darme cuenta de que había valido la pena.
Si hubiese hecho algo parecido con mis hijas a lo mejor hoy se coserían los dobladillos en vez de pegarselos.

viernes, 8 de agosto de 2008

Nuestros juegos y los días felices

Los niños teníamos bastantes obligaciones y en el invierno apenas había tiempo para jugar, y la verdad es que lo hacíamos con pocos juguetes. Mi grupo de amigas se componía de las que teníamos la misma edad y habíamos jugado juntas desde que empezamos a ir a la escuela. Lo hacíamos en el recreo y jugábamos a los juegos de cada época.

En invierno, por aquello de entrar en calor, el juego más importante era saltar a la comba, y un trozo de cuerda lo teníamos casi todos; además de eso podíamos jugar al marro, un juego que se parece algo al baseball americano y había que correr mucho. Al salir de la escuela, de 12 a 1 jugábamos en la calle otro rato, pero allí, algunas jugábamos también con los chicos y no estaba bien visto.
La imposición de los chicos con los chicos y las chicas con las chicas no venía precisamente del las altas esferas del poder, más bien de la mojigatería de algunas santas mujeres del pueblo. Eso hacía que después te encontraras con que alguna ya no te «ajuntaba» porque su madre te había catalogado como «chicazo», y eso era algo muy, pero que muy malo. En referencia a eso se seleccionaron de nuevo las amistades. Puedo asegurar que yo jugué siempre con chicos y chicas sin importarme un pimiento lo de los ajuntes. Por eso, además de las divisiones entre los de un bando y los del otro que la mayoría ya las habíamos dejado aparcadas, estaban las de las normas morales de lo que era correcto y lo que no lo era. El caso era dividir.

Por las tardes, como se hacía de noche muy pronto y nos tenían atemorizados con unos hombres que robaban niños de los pueblos porque decían que tenían una enfermedad que se curaba bebiendo sangre de niños, a las 5 al salir de la escuela íbamos directos a casa. A mí me esperaban las lecciones de hacer punto de media y enseguida fui la encargada de hacer las espaldas de todos los jerseys de la familia; cada día tenía que tejer lo que medían 4 dedos de mi madre. Otros días me tocaba hacer uno de los cuatro dobladillos de un pañuelo para aprovechar los trozos de tela de las sábanas que se rompían, o limpiar lentejas para el día siguiente. Siempre lo hacía a regañadientes porque me parecía injusto y protestaba porque las demás al llegar a casa solamente hacían los deberes y yo los había hecho antes de llegar. A mi madre le daban lo mismo mis quejas y me decía que no me fijara en lo que hacían las demás para lo que me interesaba y de la misma forma que me dejaba jugar con chicos porque ella no lo veía mal, a mi tampoco tenía que parecerme mal aprender a hacer cosas que cuando fuese mayor me servirían de algo.

Los mejores días del invierno eran los de las vacaciones de Navidad. Era costumbre pedir el aguinaldo a la familia y a los vecinos, y siempre nos daban algo. En la fabrica en la que trabajaba mi padre a los chicos nos daban una peseta y las personas mayores un duro. Con el dinero que juntaba me compraba el almanaque del TBO y el de Chicas, una publicación que no sé si era de la Sección Femenina, pero puede que sí porque el de los chicos se llamaba Flechas y Pelayos. Entre los dos costaban 3 pesetas que daban fin al aguinaldo, pero me sentía tan feliz. Dos simples cuentos, que a mí me parecían la mejor cosa del mundo porque tenían las tapas de cartón y la mayoría de páginas en color, no como los tebeos normales del Guerrero del antifaz y el Roberto Alcazar y Pedrín que eran de papel y en blanco y negro.

Parecía cosa de magia que algunos días la mañana apareciera con una gran niebla y por la tarde hiciera un sol de narices, y esos días el lugar de juegos era el barrio de Mari a jugar al pilla-pilla saltando una acequia, que hoy no me atrevería a saltar, y lo hacíamos por la parte más ancha. Era un juego de los del verano, pero esos días como a las 2 ya estábamos en la calle y hacía sol nos parecía perfecto, pero perfecto si no caías a la acequia, porque aunque el agua estaba caliente, ir a casa con todo mojado habría sido exponerse a un buen catarro y encima se habría acabado el salir porque las madres se habrían enterado de lo que hacíamos al ver las ropas mojadas y nos habrían castigado. Cuando volvíamos a casa, las de mi barrio teníamos que pasar por la pastelería del pueblo y pegábamos la nariz al escaparate para ver los turrones. Eran como unas moles grandes de 6 ó 7 clases que tenían pinchado un letrerito con el nombre arriba, y de ellos cortaban rebanadas que a mí siempre me parecían demasiado finas. Los que más me gustaban eran: el de reyes, el de Cádiz y uno que hacía un juego de damas rosa y blanco. Los siguieron haciendo hasta que murieron los pasteleros, unos grandes profesionales, y mis hijos llegaron a comer de esos mismos turrones.

Los días de Navidad eran los de las grandes comilonas, pero vamos, comparadas a las de ahora se quedan a la altura del barro. Nuestra cena de Nochebuena se componía de cardo en salsa de almendras y POLLO, un gran manjar. De postre solía haber mandarinas y los mayores tomaban café, pero café del de verdad, hecho en un puchero. Después subían los vecinos y todos traían algo de turrón y sidra, y con una gramola de la que yo era encargada de dar cuerda, bailaban los mayores. Para mí era todo un gran acontecimiento.

Un año mi abuela María hizo para la noche de fin de año algo que yo no había comido nunca, CANALONES. No penséis que eran como los de ahora. Como no vendían ningún tipo de pasta, mi abuela había hecho unas tortitas parecidas a los creps, les hizo un relleno de pollo y los cubrió con la consiguiente bechamel. A mí me parecieron algo especial pero mi abuela no paraba de decir:

─Los he hecho como he podido, intentando que se parecieran a los que comíamos antes de la guerra. Eso me hacía pensar que antes de la guerra debían comer cosas muy ricas.

Por fin llegaba el día más esperado, el de Reyes. No había mucho dinero para juguetes pero en mi casa, gracias a la habilidad de mi padre, a mi hermano y a mí nunca nos faltó un juguete hecho con madera pintados con esmalte. Tampoco faltaba una caja de 12 lápices de colores Alpino de las pequeñas, que siempre duraba hasta el año siguiente. En casa de mi abuela los Reyes nos traían mandarinas y castañas a todos los nietos, y en casa de mi tía Luisa pañuelos con encaje de bolillos por el borde, algo en lo que era experta y que yo intenté aprender pero acababa haciéndome con tanto palito y nunca pase de hacer medio metro y del más fácil.

El año 48 fue el año de los muñecos y de las motos de hoja de lata que andaban dándoles cuerda, porque el señor Salvó había ido a comprarlos a Valencia. Los muñecos eran de algo parecido a la loza, pero muy frágil y si se caía al suelo se hacía añicos. A casi todas las amigas nos trajeron uno, y el dichoso muñeco sirvió de competición para ver quien le hacía los vestidos más bonitos. Aquella primavera estuvimos muy entretenidas con las lanas y los trapos en las eras, al lado de la casa de Mary. A mi hermano la moto no le duró nada porque era aficionado a desmontarlo todo y después venían los llantos porque había perdido algo y no funcionaba.

¿Qué pasaría si a los niños de ahora les regalasen eso los Reyes Magos? Pues para nosotros era lo más de lo más.

jueves, 7 de agosto de 2008

Nuestros maravillosos inviernos

Si algo era malo de aquellos tiempos eran los inviernos. A partir de diciembre podía nevar cualquier día, nevadas que se helaban y se mantenían varios días, a veces empalmando con una nueva. Hasta para eso tuvimos mala suerte porque ahora apenas nieva, y si lo hace, la nieve desaparece en horas.

El carbón de hulla brillaba por su ausencia. Se guisaba en unos hornillos con carbón vegetal, en los que para encenderlos tenías que estar soplando con un soplillo redondo hecho de hojas de palma, más de media hora, tarea que a mi me tocaba más veces de las que hubiera querido y que me restaba tiempo para jugar. Y si no había carbón para guisar, menos lo habría para encender la estufa que habían tenido siempre. Como las necesidades aguzan el ingenio, alguien invento una nueva estufa que tenía forma cilíndrica, con una abertura en la parte de abajo que tenía un especie puertecilla para regular el tiro; la parte superior tenía una superficie plana de latón con un agujero central que se tapaba con una arandela grande. Funcionaban con serrín, si se puede decir que aquello era funcionar. Se ponía por la abertura de abajo un taco de madera cilíndrica hasta la mitad y por la parte superior se ponía otro que coincidiera con el primero. Se sujetaba con una mano y con la otra se iba echando el serrín y se golpeaba con una maza para que quedase apretado. Cuando tenía suficiente altura y parecía compacto, se sacaban los palos y por el orificio inferior se metía una astilla encendida que tuviese resina y la estufa comenzaba a funcionar enseguida. Lo malo era cuando no había astillas y se tenía que encender con papeles. Entonces la labor de encendido solía tardar bastantes minutos.

Durante la combustión apenas daban calor, lo bueno llegaba cuando se caían las paredes porque el orificio central era ya demasiado grande y entonces si calentaba, pero ya se estaba terminando. Solamente en días especiales como los de Navidad y algún sábado, cuando se estaba acabando se añadían unos troncos de pino para alargar la velada. Los días normales no porque la leña la traían de Soria y era cara.

Se solía encender cuando los niños salíamos de la escuela para que no hiciese tanto frío a la hora del baño, baño que consistía en un lavado de pies a cabeza en un valde grande con agua caliente porque en mi pueblo el agua corriente llegó muchísimos años después, concretamente en 1972. Por las tardes había un brasero en la mesa camilla que te quemaba en las piernas y por detrás estabas helado. Yo solamente me sentaba allí a las huras de las comidas y cuando nevaba porque, como cerraban la escuela y tampoco podíamos salir a la calle, jugábamos al parchís o con la baraja.

Ni que decir tiene que el serrín y el cisco eran artículos de primera necesidad y había que comprarlos a lo largo de todo el año. Se hacía a lo largo del año porque el serrín lo vendían bastante mojado y así pesaba algunos kilillos de más, y a 25 céntimos el kilo... Nosotros lo guardábamos en el cuarto oscuro y de vez en cuando mi padre lo removía para que durante el verano se secara. Si alguna vez se acabó antes de tiempo, el encender la estufa era labor de chinos porque el serrín, recién comprado y tan húmedo ardía mal.
A todo eso hay que añadir la oscuridad. Había luz eléctrica por las noches, de día había restricción y no la daban, pero con la potencia que tenía solamente se usaban lámparas de 10 vatios, con eso está dicho todo, y si se encendía más de una bombilla se fundían los plomos, así que en la cocina siempre había una extraña lámpara de carburo que producía un olor raro. Con todo eso no es de extrañar que a las nueve y media ó 10 estuviéramos ya acostados grandes y pequeños, porque era la forma de no pasar tanto frío. Por las mañanas al levantarnos los cristales de los dormitorios estaban preciosos con unos dibujos brillantes formados por haces que se entrecruzaban porque el vaho de las respiraciones se había helado.

¿A que era más divertido que ahora, que se enciende la calefacción y hay una lámpara en cada rincón de la casa?

Una alimentación sana y equilibrada

Toda la postguerra es una época para olvidar. Los comercios de «ultramarinos» de los pueblos estaban completamente vacíos; no vendían de nada, ni siquiera hilo para coser. Únicamente íbamos a ellos los días que tocaba el «racionamiento», que podía ser 200 g. de lentejas llenas de piedras, (había que pasarse un buen rato rebuscándolas antes de cocinar, labor que teníamos encomendados los más pequeños), 100 g. de una grasa asquerosa que si la ponían en la comida estaba peor que sin ella, a veces un pastilla de jabón y en fechas extraordinarias como las fiestas del pueblo o Navidad, daban azúcar negra sin refinar y una tableta de chocolate para los niños (que de chocolate tenía solamente el color porque parecía estar hecho de algarrobas), 50 g. de café, un cuarto de litro de aceite soja y arroz, éste también con las consiguientes piedras para fastidiar

En la panadería no había pastas, solamente el pan del racionamiento: un chusco de 200 gramos por persona. Un riquísimo pan integral de cereales varios (algo de trigo, avena y centeno con su correspondiente salvado).

En las carnicerías si había carne, pero se compraba poca. De los corderos vendían todo cada día, desde el sebo hasta las asaduras, pero en mi casa estofado o costillas solamente se comía algún domingo. En el verano cuando había vacaciones los críos íbamos a la cola del sebo. Por una peseta te daban un trocillo que no pesaría ni 50 g. Si comprabas chuletas de riñonada que ahora están llenitas de grasa, entonces no llevaban ni una gota porque el sebo se cotizaba bastante más caro que la carne, y la carne de la punta del pecho era la más buscada para el cocido porque tenía «sustancia» y ahora se tira.

En las pescaderías si que vendían pescado pero en mi casa sólo lo comprábamos alguna vez en invierno. Mi madre decía que el tren de mercancías que venía de Galicia tardaba casi 3 días en llegar y para comprarlo y no comerlo a gusto no había que gastar el dinero.

Lo que funcionaba era estraperlo, y todos éramos estraperlistas, gentes fuera de la ley a los que la guardia civil buscaba. La verdad es que si no hubiera sido por eso muchos días no hubiese habido nada para comer. No se como sería el estraperlo a gran escala con el que muchos se hicieron ricos y era el que tendrían que haber perseguido, pero el nuestro...

El estraperlo de las gentes normales era una forma de trueque. En mi casa lo hacíamos con el jabón. Teníamos jabón porque, además del sueldo, a los trabajadores de las fábricas cada semana les daban un paquete con varios pedazos. Dos veces al mes íbamos mi tía y yo a los dos pueblos más cercanos cargadas con nuestros canastos de mimbres con trozos de jabón de lavar y alguna pastilla de las de olor para el cuerpo, andando por caminos pedregosos, porque si íbamos en tren y te pillaba la guardia civil te lo quitaban todo y te ponían una multa y lo cambiábamos por huevos, judías, garbanzos, harina y patatas o algo maíz y cebada para las gallinas o el cerdo. Ellos no tenían más jabón que el del racionamiento, que rascaba como los demonios y quemaba la ropa y nosotros necesitábamos eso para comer.

También había quien se exponía y traía aceite del Bajo Aragón, que en aquellos tiempos lo vendían a 90 ptas. El hermano mayor de mi amigo Pepe, el que le mataron al padre, consiguió trabajo en la RENFE y como se le consideraba el cabeza de familia, todos tenían un kilométrico para viajar gratis. Por eso la madre iba a buscar aceite para ganar algo. Eran muchos y con un sueldo pequeño no se podía comer y comprar ropa y calzado para tantos hijos y varias veces la pillaron, se lo quitaron y le pusieron una multa.

No sé como serían los sueldos de los demás, pero el de mi padre, que era el contable de las dos fábricas del pueblo ganaba 900 ptas. Se compraba un litro y tenía que durar todo el mes.

Con todo eso no necesitábamos hacer régimen para adelgazar. Teníamos una comida la mar de sana y equilibrada.

Los desayunos se componían de un café con leche, (el café, cebada tostada) y leche súper descremada con un trocico de pan. Y digo descremada porque en el pueblo en aquellas fechas no habría ni cinco vacas y había leche para todos, así que debía de alargarla con agua.


Diariamente la comida solía ser cocido de garbanzos o de judías, para cambiar. Llevaba un poco de carne, morcillas, un hueso de espinazo y un trozo de tocino, porque la matanza del cerdo tenía que durar para todo el año. La sopa solía ser de rebanaditas de pan. Yo no conocí los fideos hasta el año 48 y fue porque venía «la fideera», una señora que iba por las casas y los hacía y luego se colgaban en unas cañas para que se secaran. La primera vez que los comí fue en la sopa.

Las meriendas eran lo mejor del día para mí y eso que solían ser inventos. Si había azúcar en el racionamiento, un poco de pan con aceite y azúcar, si no había aceite, pan con leche y azúcar porque el azúcar del racionamiento se reservaba para las meriendas. Algunos niños merendaban pan con vino y azúcar, pero en mi casa nunca había vino. Otras veces era pan con carne de membrillo hecha en casa, o pan con olivas negras en el invierno; y si había sucedáneo de chocolate, dos porciones se tenían que partir para tres, para mi hermano, para mi tía y para mí, y al principio siempre había peleas por el trozo más grande hasta que mi madre las solucionó haciendo que cada día cortara uno el chocolate. El que lo cortaba era el último en elegir y os aseguro que los trozos salían milimétricos. Y cuando estaban curados los jamones, que solía ser para el verano, merendábamos como los ricos, pan con jamón.

Las cenas durante muchos años fueron cualquier tipo de verdura con alguna patatilla, gachas hechas con harina de maíz, (asquerosas), sopas de ajo o boniatos cocidos cuando era el tiempo, como primer plato; de segundo una tortilla de patata con dos huevos para cinco personas, (con patatas asadas, no fritas) y morcillas cuando era el tiempo de la matanza. Si no había nada de segundo plato, comíamos un plato de pera o manzana cocida. Desde entonces yo no he comido ninguna mermelada y las odio porque me recuerdan las cenas entonces.

Los domingos y días festivos eran días «de comida de jotaۚ». Mi madre las llamaba así cuando hacía patatas fritas o empanadillas y gastaba aceite. Debía ser porque al ser maños, a lo bueno se le llama de jota.

¿Es o no es una buenísima alimentación sana y equilibrada?

domingo, 3 de agosto de 2008

Mosen Angel y la catequesis

Cuando empezamos a ir a la catequesis las cosas cambiaron mucho. Mosen Ángel era tan buen hombre, que hizo más por los niños que todos los mayores juntos. La primera de todas, hacer la catequesis conjunta. Fomentó el compañerismo entre todos y la forma de enseñar era, explicar el evangelio y después preguntaba a un chico y a una chica y si uno de los dos fallaba, las risas se debían escuchar desde la calle. Así, sin querer, se estableció una competición entre chicos y chicas y he de reconocer que las chicas éramos bastante más listas. De esa forma tan simple consiguió que todos los chicos trabajaran unidos, olvidando las historias de los mayores, y las chicas lo mismo.

En aquellos tiempos se celebraba el «día de los caídos» y los niños íbamos con los maestros a misa. Después de acabar la misa había que salir a la calle y delante de una piedra de mármol que estaba pegada en una pared de la iglesia teníamos que rezar. Había una lista de nombres y debajo de ella ponía ─Caídos por Dios y por España ¡Presentes! ¡Viva Franco! ¡Arriba España!─.

Mosen Ángel, a los de la catequesis nos mandó quedarnos dentro del templo a organizar los bancos para la clase. Recordando lo que pasó después, tengo la seguridad de que lo hizo porque tenía bastante más conocimiento que los demás. Antes de empezar rezamos por los caídos, pero por todos. Además de los que ponía en la losa había otros muchos: los padres de Pepe y Pepito que eran vecinos míos, el tío de Mary, el padre de Marisa, el padre de Antoñico, un niño que siempre estaba triste, y bastantes más. Si recuerdo a esos es precisamente porque todos eran amigos míos.

Pepito vivía enfrente de mi casa y yo solía ir mucho a jugar con él, y aquel día al volver de la catequesis subí para contarles que habíamos rezado por su padre en la iglesia.

Pepito era el menor de 5 hermanos. Yo no sé si él sabía lo de su padre, pero si no lo sabía, nos enteramos a la vez. Su madre nos contó que una noche fueron unos hombres a buscarlo y ella pasó mucho miedo, y seguramente, debió ser por eso por lo que se puso de parto. Pepito nació sin estar su padre en casa. Todo el mundo le decía a la madre que no se preocupara, que no le harían nada porque él nada había hecho. Como era costumbre que las mujeres cuando daban a luz no salieran a la calle hasta que el niño no se hubiera bautizado, al tener tantos hijos ella tenía que salir y por eso habló con el párroco para bautizarlo aunque su padre no hubiera vuelto. Cuando la señora que fue la madrina y los hermanillos se marcharon, la madre se asomó el balcón para verlos ir. Al pasar por la puerta del café había hombres sentados y ella vio que se ponían de pie al paso el bautizo y se quitaron la boina en señal de respeto, como hacían si pasaba un entierro. En ese momento ella se dio cuenta de que lo habían matado y comenzó a chillar y a llorar.

De esa forma me enteré de algo de lo que había pasado. Esas historias para niños que tenían apenas nueve años eran bastante duras. Con esas y otras que íbamos averiguando, porque estábamos en la edad de preguntar, vivimos los niños que tuvimos la desgracia de nacer en aquellos años.

Aprendiendo vocabulario

Lo que se hacía en la escuela era simple rutina, sobre todo para las más pequeñas. Cuando ya estaba todo el mundo sentado, las mayores hacían las cuentas que la maestra ponía en la pizarra, y una vez acabadas, formábamos todas un semicírculo para rezar y cantar. Rezar lo hacían todas, pero lo de cantar ya era otra historia. El dichoso cántico era el «cara al sol», y de nuevo con la mano en alto. A veces alguna lloraba y no cantaba, y eso, para la mente de una cría pequeña no tenía sentido. Yo le preguntaba a mi madre que por qué lloraban y nunca me contestó, y durante algún tiempo, fue para mí un gran misterio.

Al finalizar salíamos al patio. También había dos, de chicos y chicas y tanto en el uno como en el otro solamente jugábamos juntos los más pequeños; los demás permanecían sentados junto a los muros sin hablar ni una palabra. Tampoco entendía eso porque yo estaba deseando salir para jugar. Y así fue pasando el tiempo y con él aumentando las cosas que no entendía.

La primera vez que escuché la palabra «fusilaron» la dijo Marisa y estaba llorando, concretamente dijo ─ A mi papá lo fusilaron. Me dio pena porque era de las pequeñas como yo, y no entendía qué era aquello y por qué lloraba. Le pregunté a Doña Angelines que quería decir esa palabra. Más o menos tendría 6 años. Me contestó que no preguntase tonterías y acabara pronto la muestra que me había puesto en el cuaderno. Debía ser de ideas fijas porque cuando llegué a casa se lo pregunté a mi padre, que no me aclaró nada, pero me dijo:

─Cuando hablen de esas cosas te vas y no escuchas.

Es muy fácil decir eso, pero difícil de entender cuando ves a una amiga llorar, así que decidí preguntarle directamente a ella. Marisa me contestó que a su papá lo fusilaron y ella no lo había conocido.

─Pero ¿por qué no lo has conocido? seguí preguntando.

─ ¿Eres tonta o qué? Porque lo mataron, me respondió.

De esa forma me enteré de que fusilar era matar.

Una forma triste de aprender vocabulario. Desde aquel día Marisa fue una de mis mejores amigas y si veía que no jugaba, me quedaba a su lado sentada en un rincón del patio. Hoy, desde la distancia que da el tiempo, tampoco entiendo por qué a una niña le explicaban eso en su casa. Yo nunca lo hubiera hecho, pero las cosas eran así y esas cosas nos iban restando alegría, a unos y a otros.

Y así, con niños tristes y aislados pasó nuestra primera infancia y así siguió hasta que empezamos a ir a la catequesis, pero esa vez, juntos los niños y las niñas que formábamos un grupo de 46.