jueves, 31 de julio de 2008

Mis primeros días en la escuela

Ya de la postguerra me acuerdo de casi todo. Lo que sí puedo afirmar es que mi generación es la generación de la desgracia. Empezaron destrozándonos la infancia a casi todos. Posiblemente, algunos niños de los hijos de los mandamases se salvaran de eso, pero del odio y del rencor en el ambiente, no creo que se salvara ninguno.

En octubre del año 39 comencé a ir a la escuela y para mí eso fue una gran experiencia. No había escuela de párvulos. Había dos escuelas de niñas y dos de niños, las de los pequeños para los que teníamos entre 4 a 10 años, y la de los mayores desde los 11 los 14. Recuerdo que llevaba un cabás metálico con una pizarra y un pizarrín para escribir y me sentaron en los bancos de las pequeñas que estaban puestos formando un ángulo frente a la mesa de Doña Angelines para tenernos bien vigiladas. Cada día al entrar, todas sin excepción, teníamos que realizar la misma rutina. Decir ─Ave María Purísima─ para que los demás contestaran aquello de «sin pecado concebida». Después decirle buenos días a la maestra, arrodillarnos a rezar delante de un cuadro del Corazón de Jesús y ponernos delante del retrato de Franco, alzar la mano bien abierta y decir ¡Viva Franco! Y las demás tenían que contestar ¡Viva!

A mi, todo aquel barullo de sin pecados concebida y vivas, al principio me pareció muy divertido, pero con el paso de los días se convirtió en un espectáculo de violencia. Algunas veces, si Doña Angelines no miraba, alguna de las mayores al pasar por delante del cuadro de Franco no abría la mano y mantenía el puño cerrado, pero casi siempre había alguna chivata que se lo decía y la hacía ir a su mesa y le daba con la regla en los nudillos contando: uno... dos... tres... y así hasta 20 y avisándole de que si lo repetía, la próxima vez serían 40.

¿Alguien cree que una niña de 4 años podía entender la diferencia entre abrir o cerrar la mano? Yo no lo entendí, y mucho menos que algunas de las niñas lo volvieran a hacer muchas veces. Seguro que las que lo hacían tampoco entendían la diferencia, y si lo hacían, debía ser porque en casa al contarlo, alguien les había dicho que lo que había que hacer era levantar el puño. Se inculcaba el odio a niñas que no tenían más de 10 años, tanto por un lado como por el otro.

Podría pensarse que la maestra era demasiado cruel ¿verdad? Después, con el paso de los años comprendí que las personas mayores también tenían miedo.

En la escuela de las mayores la maestra era Doña Juanita. Un día la vimos en el recreo hablando con los demás maestros y llevaba el pelo al cero. Como a las niñas que llevaban piojos les ordenaban que se lo cortaran así, cuando llegué a casa dije:

─ La maestra de las mayores lleva piojos porque le han cortado el pelo al cero. Y me quedé tan fresca.

Años más tarde me enteré del porqué de la rapada. Alguna de las mayores debió decir en casa que en su escuela no saludaban al cuadro de Franco, y como entre los mayores también había chivatos, debieron ir con el cuento al cuartel de la Guardia Civil y allí le raparon el pelo como escarmiento y advertencia.

Era una forma de crear crispación y rencor entre los niños y de amargar la vida en la escuela.

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