domingo, 10 de agosto de 2008

Mis juegos en las tardes de verano

Durante los 15 primeros días de junio no había clases por las tardes y eso para otras chicas era una delicia, para Mª Jesús y para mi no tanto, porque nos tocaba ir a la vega a buscar hierba para los conejos y cardillos para la pastura del tocinillo y eso nos tenía entretenidas hasta las 5, así que daba lo mismo que no hubiera clases. Como se hacia de noche muy tarde y teníamos que volver a casa a las 9, cuando dejábamos la hierba en casa nos reuníamos con las demás que estaban en el lago. Allí nuestro juego preferido era esquivar al barquero y en cuanto se descuidaba nos metíamos al agua a chapotear. Aquello duró hasta que nos vio un día y fue a hablar con los padres porque, según él, se jugaba el puesto pues los «señoritos» le habían encargado que no dejara bañarse a nadie. Ya veis, señoritos que tenían más de 60 años. Por eso acabaron nuestros chapoteos.

En el parque no jugábamos porque había un chino ya mayor que llevaba barba y unos bigotes largos y estaba siempre paseando. Se pasaba en el balneario todo el verano y a Marisa le dijeron que estaba enfermo. Enfermo, muy delgado, chino. con barba y bigotes, tenía todas posibilidades de ser uno de los «tísicos», que eran los que bebían la sangre de los niños para curarse, así que en cuanto le veíamos salíamos corriendo lo más deprisa que podíamos.

Como al lago no podíamos ir, un día del mes de julio mi amiga Teresilla y yo, las que según todo el mundo éramos las más malas de todo el pueblo, fuimos a investigar si en el «pozo de la estaca» del río nos podíamos bañar. Metimos una caña para ver si era muy profundo y nos pareció que estaba bien. Ella vivía en la calle Lanuza, muy cerca del pozo, así que llevé a su casa el bañador para que me lo guardara porque si me veían cada día salir con él se iban a enterar. Mi madre estaba bastante enferma ese año y no estaba tan pendiente de mí así que desde las dos y media a las cinco me mandaba a dormir la siesta. Ella también dormía, o al menos descansaba, y entonces era el momento para irme al río. Como si hubiera abierto la puerta mi tía Juana hubiera salido corriendo a decirme que a dormir, lo que hacía era descolgarme a la calle desde el balcón de mi cuarto por la cuerda de la persiana. Entonces me iba a casa de mi amiga, me ponía el bañador y nos íbamos al río.

Lo del río se acabó por otro chivatazo. Un día, las panaderas que vivían enfrente de mi casa le dijeron a mi padre que avisara en la fábrica de que iría un poco más tarde, que lo invitaban a un café riquísimo y podría ver algo que le interesaba mucho, y mi padre, aunque sólo fuera por el café, fue a su casa. Se tomó el café y les preguntó por aquello tan importante que le iban a enseñar y le dijeron que tuviera un poco de paciencia y vería unos ejercicios de circo que iban a empezar enseguida. Aquel día no llegué a poner los pies en el suelo. Me agarro mi padre cuando ya casi estaba, y de las zurras que me dio no me pude sentar en dos días. Me enteré de lo del café de las chivatas y de los ejercicios de circo cuando mi padre se lo contaba a mi madre y a mis abuelos. Y los baños en el río se acabaron de golpe y también las siestas. Mi madre como castigo me dijo que se había acabado lo de salir a hacer la cabra, y desde las 3 hasta las 8 tuve que ir al taller de Nena para aprender a coser, y no fue sólo ese verano, también los siguientes hasta que Nena se fue a vivir a Barcelona, o sea, desde los 10 a los 14 años. Estaba hasta las narices de pasar hilos flojos, sobrehilar, hilvanar y hacer dobladillos, y cuando no había nada que pudiera hacer yo, Nena me daba la «ojalera», un trapo doblado en el que me cortaba ojales kilométricos que yo tenía que hacer hasta que me salieran perfectos, o el trapo de hacer flores de cruceta. A las 8 menos cuarto tenía que barrer el taller y recoger los alfileres. De esa forma se acabaron para mí los juegos de las tardes de verano.

Se que entonces me llenó de rabia y me pareció un castigo desmesurado, pero el verano del año 50 ya me hice un vestido y una falda plisada para las fiestas, y mi madre se sintió orgullosa de mí. Me había exigido demasiado y al principio no lo entendí, pero ver a mi madre tan contenta el día que los llevé a casa me hizo darme cuenta de que había valido la pena.
Si hubiese hecho algo parecido con mis hijas a lo mejor hoy se coserían los dobladillos en vez de pegarselos.

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