viernes, 8 de agosto de 2008

Nuestros juegos y los días felices

Los niños teníamos bastantes obligaciones y en el invierno apenas había tiempo para jugar, y la verdad es que lo hacíamos con pocos juguetes. Mi grupo de amigas se componía de las que teníamos la misma edad y habíamos jugado juntas desde que empezamos a ir a la escuela. Lo hacíamos en el recreo y jugábamos a los juegos de cada época.

En invierno, por aquello de entrar en calor, el juego más importante era saltar a la comba, y un trozo de cuerda lo teníamos casi todos; además de eso podíamos jugar al marro, un juego que se parece algo al baseball americano y había que correr mucho. Al salir de la escuela, de 12 a 1 jugábamos en la calle otro rato, pero allí, algunas jugábamos también con los chicos y no estaba bien visto.
La imposición de los chicos con los chicos y las chicas con las chicas no venía precisamente del las altas esferas del poder, más bien de la mojigatería de algunas santas mujeres del pueblo. Eso hacía que después te encontraras con que alguna ya no te «ajuntaba» porque su madre te había catalogado como «chicazo», y eso era algo muy, pero que muy malo. En referencia a eso se seleccionaron de nuevo las amistades. Puedo asegurar que yo jugué siempre con chicos y chicas sin importarme un pimiento lo de los ajuntes. Por eso, además de las divisiones entre los de un bando y los del otro que la mayoría ya las habíamos dejado aparcadas, estaban las de las normas morales de lo que era correcto y lo que no lo era. El caso era dividir.

Por las tardes, como se hacía de noche muy pronto y nos tenían atemorizados con unos hombres que robaban niños de los pueblos porque decían que tenían una enfermedad que se curaba bebiendo sangre de niños, a las 5 al salir de la escuela íbamos directos a casa. A mí me esperaban las lecciones de hacer punto de media y enseguida fui la encargada de hacer las espaldas de todos los jerseys de la familia; cada día tenía que tejer lo que medían 4 dedos de mi madre. Otros días me tocaba hacer uno de los cuatro dobladillos de un pañuelo para aprovechar los trozos de tela de las sábanas que se rompían, o limpiar lentejas para el día siguiente. Siempre lo hacía a regañadientes porque me parecía injusto y protestaba porque las demás al llegar a casa solamente hacían los deberes y yo los había hecho antes de llegar. A mi madre le daban lo mismo mis quejas y me decía que no me fijara en lo que hacían las demás para lo que me interesaba y de la misma forma que me dejaba jugar con chicos porque ella no lo veía mal, a mi tampoco tenía que parecerme mal aprender a hacer cosas que cuando fuese mayor me servirían de algo.

Los mejores días del invierno eran los de las vacaciones de Navidad. Era costumbre pedir el aguinaldo a la familia y a los vecinos, y siempre nos daban algo. En la fabrica en la que trabajaba mi padre a los chicos nos daban una peseta y las personas mayores un duro. Con el dinero que juntaba me compraba el almanaque del TBO y el de Chicas, una publicación que no sé si era de la Sección Femenina, pero puede que sí porque el de los chicos se llamaba Flechas y Pelayos. Entre los dos costaban 3 pesetas que daban fin al aguinaldo, pero me sentía tan feliz. Dos simples cuentos, que a mí me parecían la mejor cosa del mundo porque tenían las tapas de cartón y la mayoría de páginas en color, no como los tebeos normales del Guerrero del antifaz y el Roberto Alcazar y Pedrín que eran de papel y en blanco y negro.

Parecía cosa de magia que algunos días la mañana apareciera con una gran niebla y por la tarde hiciera un sol de narices, y esos días el lugar de juegos era el barrio de Mari a jugar al pilla-pilla saltando una acequia, que hoy no me atrevería a saltar, y lo hacíamos por la parte más ancha. Era un juego de los del verano, pero esos días como a las 2 ya estábamos en la calle y hacía sol nos parecía perfecto, pero perfecto si no caías a la acequia, porque aunque el agua estaba caliente, ir a casa con todo mojado habría sido exponerse a un buen catarro y encima se habría acabado el salir porque las madres se habrían enterado de lo que hacíamos al ver las ropas mojadas y nos habrían castigado. Cuando volvíamos a casa, las de mi barrio teníamos que pasar por la pastelería del pueblo y pegábamos la nariz al escaparate para ver los turrones. Eran como unas moles grandes de 6 ó 7 clases que tenían pinchado un letrerito con el nombre arriba, y de ellos cortaban rebanadas que a mí siempre me parecían demasiado finas. Los que más me gustaban eran: el de reyes, el de Cádiz y uno que hacía un juego de damas rosa y blanco. Los siguieron haciendo hasta que murieron los pasteleros, unos grandes profesionales, y mis hijos llegaron a comer de esos mismos turrones.

Los días de Navidad eran los de las grandes comilonas, pero vamos, comparadas a las de ahora se quedan a la altura del barro. Nuestra cena de Nochebuena se componía de cardo en salsa de almendras y POLLO, un gran manjar. De postre solía haber mandarinas y los mayores tomaban café, pero café del de verdad, hecho en un puchero. Después subían los vecinos y todos traían algo de turrón y sidra, y con una gramola de la que yo era encargada de dar cuerda, bailaban los mayores. Para mí era todo un gran acontecimiento.

Un año mi abuela María hizo para la noche de fin de año algo que yo no había comido nunca, CANALONES. No penséis que eran como los de ahora. Como no vendían ningún tipo de pasta, mi abuela había hecho unas tortitas parecidas a los creps, les hizo un relleno de pollo y los cubrió con la consiguiente bechamel. A mí me parecieron algo especial pero mi abuela no paraba de decir:

─Los he hecho como he podido, intentando que se parecieran a los que comíamos antes de la guerra. Eso me hacía pensar que antes de la guerra debían comer cosas muy ricas.

Por fin llegaba el día más esperado, el de Reyes. No había mucho dinero para juguetes pero en mi casa, gracias a la habilidad de mi padre, a mi hermano y a mí nunca nos faltó un juguete hecho con madera pintados con esmalte. Tampoco faltaba una caja de 12 lápices de colores Alpino de las pequeñas, que siempre duraba hasta el año siguiente. En casa de mi abuela los Reyes nos traían mandarinas y castañas a todos los nietos, y en casa de mi tía Luisa pañuelos con encaje de bolillos por el borde, algo en lo que era experta y que yo intenté aprender pero acababa haciéndome con tanto palito y nunca pase de hacer medio metro y del más fácil.

El año 48 fue el año de los muñecos y de las motos de hoja de lata que andaban dándoles cuerda, porque el señor Salvó había ido a comprarlos a Valencia. Los muñecos eran de algo parecido a la loza, pero muy frágil y si se caía al suelo se hacía añicos. A casi todas las amigas nos trajeron uno, y el dichoso muñeco sirvió de competición para ver quien le hacía los vestidos más bonitos. Aquella primavera estuvimos muy entretenidas con las lanas y los trapos en las eras, al lado de la casa de Mary. A mi hermano la moto no le duró nada porque era aficionado a desmontarlo todo y después venían los llantos porque había perdido algo y no funcionaba.

¿Qué pasaría si a los niños de ahora les regalasen eso los Reyes Magos? Pues para nosotros era lo más de lo más.

No hay comentarios: